En las últimas semanas, además de los spots amelcochados del IFE sobre la importancia de votar en las próximas elecciones y los comerciales francamente tontos de los partidos, nos hemos tenido que soplar los arrebatos patrioteros de políticos de todos los colores, empeñados en defender a México de supuestas amenazas apremiantes, aunque pocas veces queda claro el origen del peligro salvo que se deba a Masiosare (ese extraño enemigo que algunos creen que menciona nuestro himno).
Cuando las raíces del riesgo son evidentes —como en el caso del crimen organizado—, prefieren embarcarse en escaramuzas retóricas en vez de concentrarse en la búsqueda de soluciones concretas, que de todas formas suelen aplicarse tarde y a medias salvo cuando corren por cuenta del ejército. Y claro, entonces esos patrioteros se desgañitan clamando abuso de autoridad u otras zarandajas por el estilo. Como si los soldados no se jugaran todos los días la vida en la línea de fuego en vez de estar apoltronados cómodamente en una curul o en una oficina burocrática.
Obviamente, la partidocracia sabe que las declaraciones efectistas le rinden mejores dividendos que las acciones porque a la mayoría de los mexicanos le encanta sentirse eternamente víctima de algún complot. Por eso, cada vez que se acercan elecciones —lo cual ocurre varias veces al año porque los comicios se suceden sin parar. Si no fuera en hacer campaña permanente, ¿en qué se ocuparían nuestros políticos?— los partidocratas se ponen a perorar con alegre desparpajo con el afán de hacerse pasar como garantes de la integridad nacional, como una suerte de “padres de la patria”, vamos.
Ahí están, por ejemplo, los senadores Manlio Fabio Beltrones (PRI) y Carlos Navarrete (PRD), escandalizados porque el gobierno estadounidense tomó el control accionario de Citi Group y, por ende, de Banamex, que es parte del grupo financiero norteamericano. Y ambos armaron una algarada porque según ellos eso viola las normas que rigen la posesión de la banca en el país, lo cual no está del todo claro, pues resulta que esas leyes, como la mayoría de las mexicanas, incluida la tan manoseada Constitución, están redactadas de manera tan confusa o deficiente que se prestan a interpretaciones contradictorias. A sabiendas de eso, demandaron que el gobierno de Felipe Calderón forzara al de Barack Obama a vender Banamex y cuando la Secretaría de Hacienda emitió un comunicado de prensa asegurando que no había violación al marco legal de nuestro país mentalmente se rasgaron las túnicas republicanas en las que se imaginan envueltos, cual si fueran tribunos romanos.
Beltrones y Navarrete amenazaron con presentar una controversia constitucional para que la Suprema Corte de Justicia decidiera cuál interpretación —la de ellos o la del gobierno federal, expuesta por vía de Agustín Carstens— era la correcta. Sólo que “olvidaron” un pequeño detalle: para que procediera la controversia necesitaban algún documento oficial emitido por el gobierno, no un mero boletín de prensa. Entonces instaron a Calderón a fijar su postura en un escrito ad hoc para la demanda, cosa que por supuesto no ocurrió. Poco les faltó a los senadores para envolverse en su lengüita pintada como una banderita de 3 colores —con extracto de pitahaya, limón y horchata, para que sea muy mexicano el asunto— y arrojarse al vacío desde la cumbre de su elevado nacionalismo, lo cual en términos realistas les hubiera hecho menos daño que si se cayeran de la cama.
Pero no hay que preocuparse de que nuestros legisladores hubieran sufrido hipotéticos raspones en su caída imaginaria: prefirieron echar todo en el olvido con motivo de las vacaciones de Semana Santa —ya se sabe, nuestros legisladores trabajan arduamente todo el año y su descanso debe respetarse como si fuera lo más sacrosanto de esas fechas— y dejaron por la paz el asunto. ¿Les importaba realmente lo que ocurriera con Banamex o la oportunidad de presentar al gobierno como “vende patrias” con la esperanza de atraer votos hacia sus partidos? Creo que no se necesita ser un genio para encontrar la respuesta.
A ese festivalito mediático se le sumó el que ha montado el presidente del PAN, Germán Martínez, en torno a la guerra contra el narcotráfico: en reiterados mensajes colocados en la página web de su partido asegura que quienes se oponen a las iniciativas del presidente Calderón están en contra de México y en automático son aliados de facto de sus enemigos, en este caso los delincuentes muy bien organizados.
Una de las excusas para esta batallita —cuyo propósito real es despertar el sentimiento nacionalista de los votantes y aglutinarlo en torno a los azules— fue la ley para la extinción de dominio que permitirá al gobierno federal confiscar propiedades e intervenir cuentas bancarias de la delincuencia organizada, lo cual en realidad puede ser muy beneficioso si se utiliza de manera adecuada. Así, algo en lo que los partidos coinciden —no se olvide que los perredistas de la capital le dieron esa arma legal al jefe de gobierno del DF, Marcelo Ebrard, y que el PRI preparó su propia iniciativa para discutirla en el Congreso federal, donde al final se puso de acuerdo con los demás partidos— se convirtió en el pretexto ideal para lucirse de nuevo en los medios y lanzarse acusaciones de corte patriotero que les aseguran cobertura periodística, pues ya se sabe que las declaraciones escandalosas siempre son noticia. Aunque no tengan fundamento.
A eso le siguió la visita de la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, que dio pie a que Rayito López Obrador se aventara en uno de sus numerosos mítines la lectura de una carta en la que, “respetuosamente”, como acostumbra decir cada vez que va a proferir alguna barbaridad, le pidió a la señora que el gobierno estadounidense no se inmiscuya en la guerra contra los narcos, que es sólo nuestra, orgullosamente mexicana.
Poco importa, por supuesto, que el propio Obama haya admitido que se trata de un asunto que involucra a ambos países y que la secretaria Clinton haya aceptado que sólo con la acción conjunta de los 2 gobiernos se podrá enfrentar el problema. Y es que para Rayito —y un gran porcentaje de los mexicanos— cualquier ayuda venida del exterior es una intromisión intolerable tal vez capitaneada por el tal Masiosare.
Una de las puntadas más gozosas que nuestros políticos se aventaron al respecto ocurrió el último día de marzo, cuando Obama tuvo la idea de comparar a Felipe Calderón con Elliot Ness por aquello de la guerra que el televisado investigador libró contra los gangsters de Al Capone, que la gente de ahora recuerda sobre todo por la vieja serie de televisión Los intocables o, si acaso, por la película homónima que Brian de Palma dirigió en los 80. La comparación entre Calderón y Ness es sobre todo simpática. ¿Se imaginan a nuestro presidente con aires de Kevin Costner, sólo por mantenernos en la referencia más reciente? ¿O a algún capo con los andares de Robert de Niro?
El caso es que esa imagen, de risa loca por lo ingenua, provocó que el senador Arturo Escobar (PVEM) y los diputados Héctor Lários (PAN), René Arce (PRI) y Emilio Gamboa Patrón (PRI) rezongaran ardorosamente. Gamboa llegó a exigir que la Secretaría de Relaciones Exteriores protestara formalmente ante el gobierno estadounidense por los dichos de Obama porque, claro, el Masiosare negro había mancillado el honor patrio y ahí están nuestros airados legisladores para defenderlo.
Hace unas semanas reflexionaba que México tiene los políticos que se merece, ni más ni menos, cuando leí en un diario editado en la Ciudad de México las reacciones suscitadas por la presentación de Ojos azules, un libro del escritor español Arturo Pérez-Reverte que narra las peripecias de un soldado español durante la Noche Triste. El conquistador trata de huir cargado de oro pero no logra quitarse del pensamiento a una india que embarazó y a quien, por supuesto, repudió. Al final lo atrapan y justo cuando lo van a sacrificar ve a la mujer a un costado del altar. Su último pensamiento cuando le arrancan el corazón es que ojalá su hijo tenga los ojos azules (como el niño indio pintado en el fresco de Diego Rivera que inspiró a Pérez-Reverte).
La anécdota, ficticia pero que fácilmente pudo haber tenido lugar, dio pie a airadas protestas vertidas en la página web del diario en cuestión, donde muchos lectores —que ni siquiera habían leído el relato— atacaron al novelista porque les pareció un ultraje a México que la ficción reflejara la brutalidad real de ese episodio histórico tal como fue, sin tapujos ni conmiseraciones lloriqueantes por las víctimas. (La mera idea de que para los indios que lucharon contra los aztecas aquella fue una guerra de liberación seguramente provocaría a esos lectores una indignación lindante con la apoplejía).
¡Claro!, pensé. Muchos mexicanos traen inscrito en los genes el afán de ver en todas partes Masiosares conquistadores con tranchete (más bien sería un arcabuz) y reaccionan en automático, antes de echar a andar el cerebro. Y los políticos son el producto nacional que refleja con mayor autenticidad esa tara. Así que el país no sólo se los merece, sino que los seguirá produciendo igualitos generación tras generación. Al menos, mientras la mayoría de los mexicanos no decida sacudirse las telarañas neuronales y en vez de comprar íntegro el discurso de los “defensores de la patria” decida dejar de lado los traumas del pasado (ayuda mucho la lectura de buenos libros, como la excelente serie México de carne y hueso, de Armando Ayala Anguiano), hacer un corte de caja y ponerse a trabajar con la mirada puesta en el futuro.
Pero parece que tal cosa no ocurrirá en ningún momento cercano y por lo pronto tendremos que seguir resignados a soplarnos nuevos arranques de nacionalismo estúpido, sobre todo en épocas electorales como esta, cuando nos lo asestan igual en declaraciones risibles que en spots inenarrables. Sólo tengo una duda: ¿no será todo eso parte de un complot contra México?cronopio.mayor@gmail.com
Cuando las raíces del riesgo son evidentes —como en el caso del crimen organizado—, prefieren embarcarse en escaramuzas retóricas en vez de concentrarse en la búsqueda de soluciones concretas, que de todas formas suelen aplicarse tarde y a medias salvo cuando corren por cuenta del ejército. Y claro, entonces esos patrioteros se desgañitan clamando abuso de autoridad u otras zarandajas por el estilo. Como si los soldados no se jugaran todos los días la vida en la línea de fuego en vez de estar apoltronados cómodamente en una curul o en una oficina burocrática.
Obviamente, la partidocracia sabe que las declaraciones efectistas le rinden mejores dividendos que las acciones porque a la mayoría de los mexicanos le encanta sentirse eternamente víctima de algún complot. Por eso, cada vez que se acercan elecciones —lo cual ocurre varias veces al año porque los comicios se suceden sin parar. Si no fuera en hacer campaña permanente, ¿en qué se ocuparían nuestros políticos?— los partidocratas se ponen a perorar con alegre desparpajo con el afán de hacerse pasar como garantes de la integridad nacional, como una suerte de “padres de la patria”, vamos.
Ahí están, por ejemplo, los senadores Manlio Fabio Beltrones (PRI) y Carlos Navarrete (PRD), escandalizados porque el gobierno estadounidense tomó el control accionario de Citi Group y, por ende, de Banamex, que es parte del grupo financiero norteamericano. Y ambos armaron una algarada porque según ellos eso viola las normas que rigen la posesión de la banca en el país, lo cual no está del todo claro, pues resulta que esas leyes, como la mayoría de las mexicanas, incluida la tan manoseada Constitución, están redactadas de manera tan confusa o deficiente que se prestan a interpretaciones contradictorias. A sabiendas de eso, demandaron que el gobierno de Felipe Calderón forzara al de Barack Obama a vender Banamex y cuando la Secretaría de Hacienda emitió un comunicado de prensa asegurando que no había violación al marco legal de nuestro país mentalmente se rasgaron las túnicas republicanas en las que se imaginan envueltos, cual si fueran tribunos romanos.
Beltrones y Navarrete amenazaron con presentar una controversia constitucional para que la Suprema Corte de Justicia decidiera cuál interpretación —la de ellos o la del gobierno federal, expuesta por vía de Agustín Carstens— era la correcta. Sólo que “olvidaron” un pequeño detalle: para que procediera la controversia necesitaban algún documento oficial emitido por el gobierno, no un mero boletín de prensa. Entonces instaron a Calderón a fijar su postura en un escrito ad hoc para la demanda, cosa que por supuesto no ocurrió. Poco les faltó a los senadores para envolverse en su lengüita pintada como una banderita de 3 colores —con extracto de pitahaya, limón y horchata, para que sea muy mexicano el asunto— y arrojarse al vacío desde la cumbre de su elevado nacionalismo, lo cual en términos realistas les hubiera hecho menos daño que si se cayeran de la cama.
Pero no hay que preocuparse de que nuestros legisladores hubieran sufrido hipotéticos raspones en su caída imaginaria: prefirieron echar todo en el olvido con motivo de las vacaciones de Semana Santa —ya se sabe, nuestros legisladores trabajan arduamente todo el año y su descanso debe respetarse como si fuera lo más sacrosanto de esas fechas— y dejaron por la paz el asunto. ¿Les importaba realmente lo que ocurriera con Banamex o la oportunidad de presentar al gobierno como “vende patrias” con la esperanza de atraer votos hacia sus partidos? Creo que no se necesita ser un genio para encontrar la respuesta.
A ese festivalito mediático se le sumó el que ha montado el presidente del PAN, Germán Martínez, en torno a la guerra contra el narcotráfico: en reiterados mensajes colocados en la página web de su partido asegura que quienes se oponen a las iniciativas del presidente Calderón están en contra de México y en automático son aliados de facto de sus enemigos, en este caso los delincuentes muy bien organizados.
Una de las excusas para esta batallita —cuyo propósito real es despertar el sentimiento nacionalista de los votantes y aglutinarlo en torno a los azules— fue la ley para la extinción de dominio que permitirá al gobierno federal confiscar propiedades e intervenir cuentas bancarias de la delincuencia organizada, lo cual en realidad puede ser muy beneficioso si se utiliza de manera adecuada. Así, algo en lo que los partidos coinciden —no se olvide que los perredistas de la capital le dieron esa arma legal al jefe de gobierno del DF, Marcelo Ebrard, y que el PRI preparó su propia iniciativa para discutirla en el Congreso federal, donde al final se puso de acuerdo con los demás partidos— se convirtió en el pretexto ideal para lucirse de nuevo en los medios y lanzarse acusaciones de corte patriotero que les aseguran cobertura periodística, pues ya se sabe que las declaraciones escandalosas siempre son noticia. Aunque no tengan fundamento.
A eso le siguió la visita de la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, que dio pie a que Rayito López Obrador se aventara en uno de sus numerosos mítines la lectura de una carta en la que, “respetuosamente”, como acostumbra decir cada vez que va a proferir alguna barbaridad, le pidió a la señora que el gobierno estadounidense no se inmiscuya en la guerra contra los narcos, que es sólo nuestra, orgullosamente mexicana.
Poco importa, por supuesto, que el propio Obama haya admitido que se trata de un asunto que involucra a ambos países y que la secretaria Clinton haya aceptado que sólo con la acción conjunta de los 2 gobiernos se podrá enfrentar el problema. Y es que para Rayito —y un gran porcentaje de los mexicanos— cualquier ayuda venida del exterior es una intromisión intolerable tal vez capitaneada por el tal Masiosare.
Una de las puntadas más gozosas que nuestros políticos se aventaron al respecto ocurrió el último día de marzo, cuando Obama tuvo la idea de comparar a Felipe Calderón con Elliot Ness por aquello de la guerra que el televisado investigador libró contra los gangsters de Al Capone, que la gente de ahora recuerda sobre todo por la vieja serie de televisión Los intocables o, si acaso, por la película homónima que Brian de Palma dirigió en los 80. La comparación entre Calderón y Ness es sobre todo simpática. ¿Se imaginan a nuestro presidente con aires de Kevin Costner, sólo por mantenernos en la referencia más reciente? ¿O a algún capo con los andares de Robert de Niro?
El caso es que esa imagen, de risa loca por lo ingenua, provocó que el senador Arturo Escobar (PVEM) y los diputados Héctor Lários (PAN), René Arce (PRI) y Emilio Gamboa Patrón (PRI) rezongaran ardorosamente. Gamboa llegó a exigir que la Secretaría de Relaciones Exteriores protestara formalmente ante el gobierno estadounidense por los dichos de Obama porque, claro, el Masiosare negro había mancillado el honor patrio y ahí están nuestros airados legisladores para defenderlo.
Hace unas semanas reflexionaba que México tiene los políticos que se merece, ni más ni menos, cuando leí en un diario editado en la Ciudad de México las reacciones suscitadas por la presentación de Ojos azules, un libro del escritor español Arturo Pérez-Reverte que narra las peripecias de un soldado español durante la Noche Triste. El conquistador trata de huir cargado de oro pero no logra quitarse del pensamiento a una india que embarazó y a quien, por supuesto, repudió. Al final lo atrapan y justo cuando lo van a sacrificar ve a la mujer a un costado del altar. Su último pensamiento cuando le arrancan el corazón es que ojalá su hijo tenga los ojos azules (como el niño indio pintado en el fresco de Diego Rivera que inspiró a Pérez-Reverte).
La anécdota, ficticia pero que fácilmente pudo haber tenido lugar, dio pie a airadas protestas vertidas en la página web del diario en cuestión, donde muchos lectores —que ni siquiera habían leído el relato— atacaron al novelista porque les pareció un ultraje a México que la ficción reflejara la brutalidad real de ese episodio histórico tal como fue, sin tapujos ni conmiseraciones lloriqueantes por las víctimas. (La mera idea de que para los indios que lucharon contra los aztecas aquella fue una guerra de liberación seguramente provocaría a esos lectores una indignación lindante con la apoplejía).
¡Claro!, pensé. Muchos mexicanos traen inscrito en los genes el afán de ver en todas partes Masiosares conquistadores con tranchete (más bien sería un arcabuz) y reaccionan en automático, antes de echar a andar el cerebro. Y los políticos son el producto nacional que refleja con mayor autenticidad esa tara. Así que el país no sólo se los merece, sino que los seguirá produciendo igualitos generación tras generación. Al menos, mientras la mayoría de los mexicanos no decida sacudirse las telarañas neuronales y en vez de comprar íntegro el discurso de los “defensores de la patria” decida dejar de lado los traumas del pasado (ayuda mucho la lectura de buenos libros, como la excelente serie México de carne y hueso, de Armando Ayala Anguiano), hacer un corte de caja y ponerse a trabajar con la mirada puesta en el futuro.
Pero parece que tal cosa no ocurrirá en ningún momento cercano y por lo pronto tendremos que seguir resignados a soplarnos nuevos arranques de nacionalismo estúpido, sobre todo en épocas electorales como esta, cuando nos lo asestan igual en declaraciones risibles que en spots inenarrables. Sólo tengo una duda: ¿no será todo eso parte de un complot contra México?cronopio.mayor@gmail.com
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