martes, 28 de abril de 2009

Luces y oscuridades de la influenza

Como todas las catástrofes que azotan a la Ciudad de México, la epidemia de influenza porcina sacó lo peor y lo mejor de quienes vivimos en la agobiada capital del país. Digo que sacó lo mejor porque, como ocurre muy raras veces, la mayoría de la gente se avino a seguir sin reparos las recomendaciones dictadas por las autoridades sanitarias para frenar la propagación del virus. Eso resulta notable en una ciudad donde todo el mundo suele ignorar las normas de convivencia social y hacer lo que le venga en gana, aunque fastidie a los demás.
A los chilangos nos resulta normal lidiar con quienes estacionan sus coches sobre las banquetas y nos obligan a descender al arroyo. Tampoco es raro toparnos con personas que riegan sus jardines o lavan sus coches a manguerazos en mitad de la sequías periódicas a las que nos empieza a acostumbrar la Comisión Nacional del Agua mientras parchan la tubería del sistema Cutzamala (en tanto, alrededor de la mitad del líquido se pierde por fugas que le correspondería reparar al gobierno de Marcelo Ebrard, más interesado en lucirse en sus peleas cíclicas con el titular de Conagua, José Luis Luege, que en poner en serio manos a la obra y resolver el problema de una vez, no de a poquitos, como los gobiernos capitalinos priistas y perredistas vienen haciendo desde hace décadas).
En los días pasados actitudes negativas como esas estuvieron más bien ausentes y en cambio se dejó ver en la ciudad el afán de cooperar y protegernos entre todos con medidas sencillas, como utilizar un tapabocas. También hubo la disposición de acatar instrucciones incómodas, como cerrar antros, bares, restaurantes y otros locales públicos y cancelar eventos masivos. Pese a lo exagerado que parecen a primera vista, las órdenes fueron recibidas sin aspavientos por casi toda la gente, que no protestó ni siquiera cuando Ebrard (actuando en coordinación con la Secretaría de Salud federal) se atrevió a meterse con una de las cosas más sagradas en México, el futbol, y se anunció que los juegos serían a puerta cerrada, sin público en los estadios. Los aficionados se conformaron con seguir los partidos desde sus casas.
Lo triste es que en medio de la emergencia también afloraron algunos de los peores rasgos que nos caracterizan a los mexicanos. Y para darse cuenta de ello bastaba con revisar los principales diarios o noticiarios del país y encontrarse con barbaridades como la emitida por el senador priista Pedro Joaquín Coldwell (entre otros), quien se dedicó a criticar a la Secretaría de Salud por no haber actuado a tiempo y puso en duda los esfuerzos del gobierno para contener la crisis sanitaria.
Poco le importó que las medidas adoptadas por el gobierno federal (panista) y secundadas, en primera instancia, por los gobiernos del DF (perredista) y del estado de México (priista), contaran con el reconocimiento de la Organización Mundial de la Salud por lo oportunas y bien instrumentadas. Tampoco tomó en cuenta que su crítica principal —la lentitud en la respuesta— quedara plenamente refutada por tratarse de un virus nuevo, para que el que no existían protocolos de detección e identificación.
Lo peor fue que hubo muchos ciudadanos dispuestos a creer las peores idioteces y a propalar rumores sin base. Para comprobarlo era suficiente con navegar por los foros de opinión de un par de los diarios más leídos en el país (uno de “izquierda” y otro de “derecha”), donde se leían comentarios rebosantes de mala leche, que no tiene color ni ideología, sino la base, común para todos los credos, de la falta de información y el afán de sembrar discordia. Por frustración o por mera estupidez.
Así, al lado de notas escritas por gente que sostenía que el virus de la influenza porcina había sido diseñado en una universidad norteamericana porque contiene ADN de aves, cerdos y humanos (en los libros de biología para preparatoria se explica que los virus evolucionan al combinar su material genético con el de sus víctimas), había comentarios que sostenían que los muertos eran centenares o miles y que Felipe Calderón y sus secretarios, en particular José Ángel Córdova (salud) se aferraban a ocultar las cifras para no “quemarse” y no perder votos en las elecciones del próximo julio. También hubo, por supuesto, los que atribuyeron la epidemia a un compló para distraer al “pueblo bueno” de las aviesas intenciones del “Estado malo” que se aprestaba a engañarlo una vez más y mantenerlo sometido.
Ni siquiera faltó algún colega que se puso a pontificar y aseguró que todas las medidas dictadas por Calderón, Ebrard y Peña Nieto estaban encaminadas en realidad a imponer un Estado totalitario y restar libertades a los ciudadanos. Lo sorprendente fue que uno de sus lectores se atrevió a cuestionar sus planteamientos y recibió, como si fuera pamba en la primaria, una lluvia de descalificaciones de otros lectores, que reaccionaron peor que si les hubieran mentado la madre.
Para esos lectores era casi una verdad divina que la emergencia sanitaria era un montaje político-electoral y cualquier evidencia en contra constituía prueba de un nuevo complot —sí, otro más— puesto en escena, claro, por los mismos que según ellos le arrebataron la presidencia del país a su adorado “Rayito”, quien por cierto ni pío dijo sobre la epidemia y más bien se dedicó a continuar sus diatribas contra la “privatización” de Pemex. Lo de la influenza, supongo que habrá pensado, fue un invento del “espurio” y por eso no concernía a su “gobierno legítimo” ocuparse del tema.
No es preocupante, en mi opinión, que en cualquier circunstancia haya gente dispuesta a poner en duda cuanto venga de un gobierno que no les gusta o en el que no confían, allá ellos con sus fobias y paranoias, que son muy libres de tenerlas. Lo alarmante es la poca aptitud que demuestran para analizar y entender información compleja antes de emitir una opinión o tomar una decisión. Si los comunicados gubernamentales les parecían poco fiables, con unos cuantos teclazos y un par de clics podían acceder al sitio de la OMS e informarse sobre la emergencia sanitaria en México.
Claro, se me olvidaba que para ellos ese organismo internacional, dependiente de la ONU, seguramente era parte del compló y, en una de esas, el lugar de donde partió la orden a Calderón de “montar” una epidemia para ganar votos.
Lo grave en verdad es que esa proclividad a ver conjuras en todos lados nos la inoculan (sí, como un virus) desde la infancia, en la primaria, cuando nos enseñan que todas las desgracias de México se deben siempre a una alianza entre mexicanos muy malos que, en casos extremos, recurren a extranjeros muy perversos que codician nuestras riquezas. Como Cortés y sus tropas, esos malvados fuereños que se aliaron con los chicos “malos” locales (los tlaxcaltecas) para destruir al imperio “bueno” de los mexicas (que, por otra parte, habían sojuzgado por las armas a todos sus vasallos). O como los particulares que quieren hacer negocio a costa de los pobrecitos mexicanos: no faltaron, por supuesto, acusaciones de lucro contra los laboratorios internacionales por vendernos cientos de miles de dosis de vacunas y antivirales en vez de regalárnoslas, a nosotros que tanto hemos sufrido y estábamos en riesgo de ponernos enfermitos.
Pese a esa tendencia a ver basura en todos lados que aqueja a un importante sector de la población, la respuesta de la mayoría de los mexicanos y sus instituciones ante la epidemia puso en relieve que distamos mucho de tener un Estado fallido (como les ha dado por propalar últimamente a los opositores al gobierno) y que dadas las circunstancias precisas, políticos de todos los colores pueden actuar hombro con hombro con los ciudadanos para resolver las emergencias. Lástima que una vez pasada la alerta sanitaria, en vez de trabajar juntos para solucionar problemas como la inseguridad y la mala calidad educativa, ciudadanos y partidos políticos seguramente volveremos a lo de siempre: echarle al gobierno la culpa de todo, hasta de las enfermedades desconocidas que nos depara el destino.

lunes, 30 de marzo de 2009

Nacionalismo estúpido (o el complejo de Masiosare)

En las últimas semanas, además de los spots amelcochados del IFE sobre la importancia de votar en las próximas elecciones y los comerciales francamente tontos de los partidos, nos hemos tenido que soplar los arrebatos patrioteros de políticos de todos los colores, empeñados en defender a México de supuestas amenazas apremiantes, aunque pocas veces queda claro el origen del peligro salvo que se deba a Masiosare (ese extraño enemigo que algunos creen que menciona nuestro himno).
Cuando las raíces del riesgo son evidentes —como en el caso del crimen organizado—, prefieren embarcarse en escaramuzas retóricas en vez de concentrarse en la búsqueda de soluciones concretas, que de todas formas suelen aplicarse tarde y a medias salvo cuando corren por cuenta del ejército. Y claro, entonces esos patrioteros se desgañitan clamando abuso de autoridad u otras zarandajas por el estilo. Como si los soldados no se jugaran todos los días la vida en la línea de fuego en vez de estar apoltronados cómodamente en una curul o en una oficina burocrática.
Obviamente, la partidocracia sabe que las declaraciones efectistas le rinden mejores dividendos que las acciones porque a la mayoría de los mexicanos le encanta sentirse eternamente víctima de algún complot. Por eso, cada vez que se acercan elecciones —lo cual ocurre varias veces al año porque los comicios se suceden sin parar. Si no fuera en hacer campaña permanente, ¿en qué se ocuparían nuestros políticos?— los partidocratas se ponen a perorar con alegre desparpajo con el afán de hacerse pasar como garantes de la integridad nacional, como una suerte de “padres de la patria”, vamos.
Ahí están, por ejemplo, los senadores Manlio Fabio Beltrones (PRI) y Carlos Navarrete (PRD), escandalizados porque el gobierno estadounidense tomó el control accionario de Citi Group y, por ende, de Banamex, que es parte del grupo financiero norteamericano. Y ambos armaron una algarada porque según ellos eso viola las normas que rigen la posesión de la banca en el país, lo cual no está del todo claro, pues resulta que esas leyes, como la mayoría de las mexicanas, incluida la tan manoseada Constitución, están redactadas de manera tan confusa o deficiente que se prestan a interpretaciones contradictorias. A sabiendas de eso, demandaron que el gobierno de Felipe Calderón forzara al de Barack Obama a vender Banamex y cuando la Secretaría de Hacienda emitió un comunicado de prensa asegurando que no había violación al marco legal de nuestro país mentalmente se rasgaron las túnicas republicanas en las que se imaginan envueltos, cual si fueran tribunos romanos.
Beltrones y Navarrete amenazaron con presentar una controversia constitucional para que la Suprema Corte de Justicia decidiera cuál interpretación —la de ellos o la del gobierno federal, expuesta por vía de Agustín Carstens— era la correcta. Sólo que “olvidaron” un pequeño detalle: para que procediera la controversia necesitaban algún documento oficial emitido por el gobierno, no un mero boletín de prensa. Entonces instaron a Calderón a fijar su postura en un escrito ad hoc para la demanda, cosa que por supuesto no ocurrió. Poco les faltó a los senadores para envolverse en su lengüita pintada como una banderita de 3 colores —con extracto de pitahaya, limón y horchata, para que sea muy mexicano el asunto— y arrojarse al vacío desde la cumbre de su elevado nacionalismo, lo cual en términos realistas les hubiera hecho menos daño que si se cayeran de la cama.
Pero no hay que preocuparse de que nuestros legisladores hubieran sufrido hipotéticos raspones en su caída imaginaria: prefirieron echar todo en el olvido con motivo de las vacaciones de Semana Santa —ya se sabe, nuestros legisladores trabajan arduamente todo el año y su descanso debe respetarse como si fuera lo más sacrosanto de esas fechas— y dejaron por la paz el asunto. ¿Les importaba realmente lo que ocurriera con Banamex o la oportunidad de presentar al gobierno como “vende patrias” con la esperanza de atraer votos hacia sus partidos? Creo que no se necesita ser un genio para encontrar la respuesta.
A ese festivalito mediático se le sumó el que ha montado el presidente del PAN, Germán Martínez, en torno a la guerra contra el narcotráfico: en reiterados mensajes colocados en la página web de su partido asegura que quienes se oponen a las iniciativas del presidente Calderón están en contra de México y en automático son aliados de facto de sus enemigos, en este caso los delincuentes muy bien organizados.
Una de las excusas para esta batallita —cuyo propósito real es despertar el sentimiento nacionalista de los votantes y aglutinarlo en torno a los azules— fue la ley para la extinción de dominio que permitirá al gobierno federal confiscar propiedades e intervenir cuentas bancarias de la delincuencia organizada, lo cual en realidad puede ser muy beneficioso si se utiliza de manera adecuada. Así, algo en lo que los partidos coinciden —no se olvide que los perredistas de la capital le dieron esa arma legal al jefe de gobierno del DF, Marcelo Ebrard, y que el PRI preparó su propia iniciativa para discutirla en el Congreso federal, donde al final se puso de acuerdo con los demás partidos— se convirtió en el pretexto ideal para lucirse de nuevo en los medios y lanzarse acusaciones de corte patriotero que les aseguran cobertura periodística, pues ya se sabe que las declaraciones escandalosas siempre son noticia. Aunque no tengan fundamento.
A eso le siguió la visita de la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, que dio pie a que Rayito López Obrador se aventara en uno de sus numerosos mítines la lectura de una carta en la que, “respetuosamente”, como acostumbra decir cada vez que va a proferir alguna barbaridad, le pidió a la señora que el gobierno estadounidense no se inmiscuya en la guerra contra los narcos, que es sólo nuestra, orgullosamente mexicana.
Poco importa, por supuesto, que el propio Obama haya admitido que se trata de un asunto que involucra a ambos países y que la secretaria Clinton haya aceptado que sólo con la acción conjunta de los 2 gobiernos se podrá enfrentar el problema. Y es que para Rayito —y un gran porcentaje de los mexicanos— cualquier ayuda venida del exterior es una intromisión intolerable tal vez capitaneada por el tal Masiosare.
Una de las puntadas más gozosas que nuestros políticos se aventaron al respecto ocurrió el último día de marzo, cuando Obama tuvo la idea de comparar a Felipe Calderón con Elliot Ness por aquello de la guerra que el televisado investigador libró contra los gangsters de Al Capone, que la gente de ahora recuerda sobre todo por la vieja serie de televisión Los intocables o, si acaso, por la película homónima que Brian de Palma dirigió en los 80. La comparación entre Calderón y Ness es sobre todo simpática. ¿Se imaginan a nuestro presidente con aires de Kevin Costner, sólo por mantenernos en la referencia más reciente? ¿O a algún capo con los andares de Robert de Niro?
El caso es que esa imagen, de risa loca por lo ingenua, provocó que el senador Arturo Escobar (PVEM) y los diputados Héctor Lários (PAN), René Arce (PRI) y Emilio Gamboa Patrón (PRI) rezongaran ardorosamente. Gamboa llegó a exigir que la Secretaría de Relaciones Exteriores protestara formalmente ante el gobierno estadounidense por los dichos de Obama porque, claro, el Masiosare negro había mancillado el honor patrio y ahí están nuestros airados legisladores para defenderlo.
Hace unas semanas reflexionaba que México tiene los políticos que se merece, ni más ni menos, cuando leí en un diario editado en la Ciudad de México las reacciones suscitadas por la presentación de Ojos azules, un libro del escritor español Arturo Pérez-Reverte que narra las peripecias de un soldado español durante la Noche Triste. El conquistador trata de huir cargado de oro pero no logra quitarse del pensamiento a una india que embarazó y a quien, por supuesto, repudió. Al final lo atrapan y justo cuando lo van a sacrificar ve a la mujer a un costado del altar. Su último pensamiento cuando le arrancan el corazón es que ojalá su hijo tenga los ojos azules (como el niño indio pintado en el fresco de Diego Rivera que inspiró a Pérez-Reverte).
La anécdota, ficticia pero que fácilmente pudo haber tenido lugar, dio pie a airadas protestas vertidas en la página web del diario en cuestión, donde muchos lectores —que ni siquiera habían leído el relato— atacaron al novelista porque les pareció un ultraje a México que la ficción reflejara la brutalidad real de ese episodio histórico tal como fue, sin tapujos ni conmiseraciones lloriqueantes por las víctimas. (La mera idea de que para los indios que lucharon contra los aztecas aquella fue una guerra de liberación seguramente provocaría a esos lectores una indignación lindante con la apoplejía).
¡Claro!, pensé. Muchos mexicanos traen inscrito en los genes el afán de ver en todas partes Masiosares conquistadores con tranchete (más bien sería un arcabuz) y reaccionan en automático, antes de echar a andar el cerebro. Y los políticos son el producto nacional que refleja con mayor autenticidad esa tara. Así que el país no sólo se los merece, sino que los seguirá produciendo igualitos generación tras generación. Al menos, mientras la mayoría de los mexicanos no decida sacudirse las telarañas neuronales y en vez de comprar íntegro el discurso de los “defensores de la patria” decida dejar de lado los traumas del pasado (ayuda mucho la lectura de buenos libros, como la excelente serie México de carne y hueso, de Armando Ayala Anguiano), hacer un corte de caja y ponerse a trabajar con la mirada puesta en el futuro.
Pero parece que tal cosa no ocurrirá en ningún momento cercano y por lo pronto tendremos que seguir resignados a soplarnos nuevos arranques de nacionalismo estúpido, sobre todo en épocas electorales como esta, cuando nos lo asestan igual en declaraciones risibles que en spots inenarrables. Sólo tengo una duda: ¿no será todo eso parte de un complot contra México?
cronopio.mayor@gmail.com

viernes, 27 de febrero de 2009

El fracaso se pinta de azul

En las últimas semanas los miembros del gabinete de Felipe Calderón no han parado de verse atrapados en escandaletes mediáticos montados con muy mala leche pero con muy buena puntería, al menos la suficiente para llenar páginas y páginas en periódicos y revistas políticas y muchos minutos —los que dejan libres los spots que nos asesta la nueva ley electoral— en radio y televisión.
Es indiscutible que resulta exagerado pedir la renuncia de la canciller Patricia Espinosa por decir que el problema del narcotráfico en México sólo se concentra en 3 estados, o exigir la dimisión de Luis Téllez (secretario de Comunicaciones) por admitir ante periodistas que en una francachela privada en Cancún habló de más y dijo lo que todo el país lleva 15 años diciendo sin que nadie aporte pruebas concluyentes (que Salinas de Gortari se robó muchísimo dinero).
En el primer caso se trató de declaraciones públicas hechas a la prensa y en el segundo de grabaciones clandestinas realizadas con el fin aparente de chantajear a Téllez o destruirlo políticamente en medio de la guerra semiclandestina que se libra entre funcionarios del sector telecomunicaciones.
Espinosa mostró una ingenuidad muy digna de compasión y Téllez una falta de malicia lamentable en un funcionario de su nivel, mas por el mero hecho de abrir la boca sin antes echar a andar las neuronas ninguno reveló incapacidad flagrante para ejercer sus tareas. En cambio, constituyen ejemplos innegables de una tara que ha aquejado a los políticos panistas —o asociados a los panistas— desde que Vicente Fox, luego de ganar las elecciones de 2000, anunció que reclutaría su gabinete a través de head hunters: no tienen ni la menor idea de cómo lidiar con la prensa (y conste que tampoco se trata de retornar a los embutes y amenazas que tanto usó el PRI).
Por supuesto, crear una estrategia que les permita valerse de los medios —sin “comprarlos”— para proyectar una buena imagen pública, o difundir con eficacia los logros del gobierno, es una posibilidad que los panistas no logran concretar ni siquiera en sus sueños más desbocados. Ni ellos ni los supuestos profesionales que los asesoran. Y esa falta de ideas les costará muy caro en julio próximo, cuando lo más probable es que Felipe Calderón quedé arrinconado contra las cuerdas legislativas, muy lejos de la mayoría en la Cámara de diputados con la que han soñado los del PAN desde su llegada a Los Pinos.
Claro, conviene matizar: ya en el sexenio de Salinas se hablaba del “círculo rojo” para referirse a los opinadores profesionales —como este Gato Gaviero— y del “círculo verde” para aludir a los mexicanos que no gozan de un espacio periodístico pero consumen las noticias y comentarios que los “rojos” vertimos con alegre desparpajo.
Fox siempre gozó de muy mala prensa porque su estrategia era de plano torpe a los ojos de los periodistas: todavía resulta hilarante acordarse de cómo cada día el ex vocero de la presidencia, Rubén Aguilar, debía aclarar al país «Lo que el presidente quiso decir…» Sin embargo, ese modo de enredar las cosas —que según ha revelado hace no mucho el propio Aguilar, era a propósito, no fruto de la atrabancada lengua foxiana— le cosechaba simpatías entre el “círculo verde” constituido por los ciudadanos de a pie. Los que al fin y al cabo, a fuerza de votos, ponen en sus puestos a los políticos que no tienen más remedio que presentarse a elecciones para seguir colgados del erario.
Fox, que vivió obsesionado por las encuestas de popularidad, consiguió así el que al parecer fue siempre su principal objetivo: resultarle simpático a la mayoría de los mexicanos, que lo calificó bien y aprobó hasta el final su gestión a pesar de la ridiculización encarnizada de que lo hizo objeto la mayor parte de la prensa. (Vamos, tampoco había que esforzarse mucho. Aún son memorables el «¿Y yo por qué?» que lanzó cuando los reporteros le preguntaron qué iba a hace en torno al conflicto entre las 2 grandes televisoras; el «Gracias, mi rey» con el que agradeció a Juan Carlos I de España sus felicitaciones por ganar las elecciones de 2000, o el celebérrimo «Comes y te vas» que le soltó a Fidel Castro cuando lo invitó a la Cumbre de Monterrey en 2004 pero le pidió que se retirara antes de incomodar a otro racherote, el ex presidente George W. Bush).
Calderón se ha mantenido muy lejos del papel de bufón de palacio que tan cómodo hacía sentir a Fox y ha buscado proyectar una imagen mesurada y responsable. En ese sentido hay poco que reclamarle, salvo quizá el desliz de presentarse a un acto militar con una casaca que le quedaba grande. Sin embargo, tampoco se ha salvado de los embates de un sector de la prensa empeñado en mostrarlo como alguien poco serio.
Ese afán de escarnio también alcanza a sus secretarios, como Agustín Carstens (Hacienda): la mayor parte de los periodistas, salgo algunos analistas económicos, no concedieron importancia a la jugada magistral que hizo al contratar una cobertura que nos aseguró un pago de 70 dólares por barril de petróleo hasta septiembre y que permitió que el presupuesto público de este año no se viera afectado gran cosa por la crisis (ya a partir de 2010 será otro cantar). En cambio, se consagraron a armar un gran alboroto porque había dicho que la crisis económica mundial sería nomás un «catarrito» para México aunque para Estados Unidos fuera una pulmonía.
Por supuesto, los políticos de oposición no se quedaron atrás. A los priistas y perredistas, viejos lobos duchos en el arte de canibalizar a sus rivales poco avispados, no dejó de gotearles el colmillo mientras se engolosinaban con el destace del secretario. Ninguno se molestó en reconocer públicamente que las buenas artes de Carstens consiguieron aplacar la debacle al menos un año.
Lo malo es que esta vez, sin bufón que le gane simpatías al PAN en el “círculo verde”, la campaña de ataques ha prendido entre los ciudadanos: las encuestas más recientes arrojan que el PRI arrasará en las elecciones para diputados (el PRD si acaso tendría su histórico 20% de los votos). Los panistas están en el peor de los escenarios: no sólo no saben cómo capotear a los medios, sino que cada vez están más distantes de la gente.
Desde el 6 de julio los panistas —encabezados por su presidente, Germán Martínez— buscarán justificaciones y no dudarán en endilgar la responsabilidad del fracaso a la mala fe de sus adversarios (dentro o fuera del partido), pero es casi seguro que ninguno reconocerá la causa profunda: salvo Fox —pese a lo esperpéntico de su interminable puesta en escena—, no hay ninguno que realmente sepa como “conectar” con la gente. Vamos, que les inspire nada.
Y tampoco les interesa aprender a hacerlo. Basta recordar, por ejemplo, los espectaculares, las mantas y playeras del diputado local del DF Alfredo Vinlay para “promocionar” su 2o informe de gobierno: aparecía con una pose de héroe mirando al horizonte que daba risa. Claro, suspiraba con ganar la candidatura a delegado en Benito Juárez. El punto es que en el PAN parecen convencidos que comunicarse con la gente es colgar mantas: ahí está el ex secretario particular de Calderón, César Nava, haciendo lo mismo para ganar una diputación federal por un distrito también en Benito Juárez (a estas alturas, se diría que es el único enclave que los panistas sienten seguro en el DF).
Con campañas y estrategias como esas por parte del PAN sólo queda una pregunta interesante: ¿alcanzarán los priistas esa cifra arribita del 42% que les permitirá tener la mayoría absoluta en la Cámara de diputados para chantajear a gusto al gobierno federal? Muero de curiosidad por escuchar las explicaciones que nos darán los panistas si eso sucede.
cronopio_mayor@hotmail.com

jueves, 8 de enero de 2009

El tsunami que viene

No será económico, sino mediático, y nos golpeará a todos los mexicanos por igual. En 2009, además de sortear los problemas económicos (son complejos, pero estamos muy lejos de las dramáticas situaciones de crisis pasadas, como la de 1995, y el gobierno federal empieza a tomar medidas que parecen sensatas), los mexicanos tendremos que soportar las fanfarronadas, mentiras y otras lindezas mediáticas perpetradas por los partidos políticos que, para promocionarse en este año electoral, nos asestarán en los primeros 6 meses gran parte de los spots de radio y televisión que les autoriza la ley electoral: ¡nomás 25 millones!
Sólo para dimensionar la barbaridad de tiempo que eso representa, si uno calcula a razón de 20 segundos por cada spot (la duración más usual de los anuncios comerciales), estamos hablando de 8,333,333 minutos. Si los anuncios de los partidos se transmitieran de manera consecutiva, sin parar, llegar al final de ese torrente propagandístico tomaría poco más de 138,888 horas, 5,787 días, 193 meses: algo así como 16 años. Imagínense la saturación que eso significa. ¡Carajo, ni siquiera al ser más amado le soportaríamos una verborrea parecida y este año la tendremos que sufrir nomás porque los partidos políticos así lo decidieron!
La cifra es desmesurada y su costo comercial dejaría en la ruina a cualquier empresa del mundo (además de que ninguna necesitaría tanta promoción), pero nuestra clase política no se preocupa por esas pequeñeces: al fin y al cabo, ellos mismos determinan el presupuesto que les corresponde recibir cada año y cuánto se gastarán en propaganda. Por eso, sin que les temblara la mano, en las reformas electorales que emprendieron apenas pasaditas las elecciones de 2006 torcieron las reglas para poder asignarse esa enormidad de tiempo que utilizarán, sobre todo, para torturarnos.
Lo peor de todo es que no será posible desmentirlos y poner en evidencia a través de los mismos medios las trapacerías, exageraciones y manipulaciones con que tratarán de ganar nuestra voluntad, pues ya se sabe que se “blindaron” contra las críticas con el alegato de evitar las “campañas sucias”. Así que los “suspirantes” de todos los pelajes podrán autoelogiarse hasta la náusea sin que nadie los contradiga y aun personajes de tenebrosa reputación o evidente rapiña (abundan en todos los partidos) podrán presentarse como ciudadanos virtuosos (aunque todos sepamos que distan mucho de serlo), dispuestos a salvar a México de las asechanzas de “la derecha”, del populismo de “la izquierda” o bien, presumir que ellos sí supieron cómo hacerlo durante 71 años para acto seguido reclamar su vuelta a las curules o las gubernaturas, según el caso.
Y como el órgano regulador de las campañas, el IFE, quedó castrado en 2007, los ciudadanos no tendremos sino que acostumbrarnos a que el hígado se nos haga paté a fuerza de escuchar las sandeces sin tasa del tsunami de spots que se nos viene encima, aprender cómo poner oídos sordos y ojos ciegos a la propaganda o bien, desarrollar la habilidad de cambiar en automático de estación o de canal apenas escuchemos los primeros milisegundos de autoelogio del aspirante a delegado, diputado o gobernador con cuyos efluvios mediáticos tengamos la mala suerte de cruzarnos.
Y todo porque el IFE quedó sujeto a los caprichos de sus verdaderos patrones —adivinaron, los partidos políticos—, que inclusive tienen la desfachatez de hacerse condonar por ese organismo las multas por probadas violaciones a las leyes electorales o bien, inventar faltas retroactivas para “raspar” a los adversarios, como en el caso de la “propaganda negra” de los empresarios contra Rayito López, acto que no era delito en 2006 pero de todas formas le costó una sanción al PAN.
Claro, siempre se puede internar no prestar atención a los mensajes de los partidos, lo que tiene una leve, tal vez relativa desventaja: casi siempre los gobiernos (inclusive el más malo) pueden presumir de algunos logros legítimos (aunque sean muy escasos), pero su difusión en medio del torrente de propaganda engañosa los desvirtuará y hará parecer parte de la melcochosa e insufrible campaña que se nos avecina para convencernos de votar por uno u otro candidato.
Si uno lo piensa bien, llegamos a esta pavorosa situación porque los ciudadanos fuimos víctimas de una estafa cometida en nombre de nuestro bienestar: luego de que a los mexicanos invertimos largo tiempo, un esfuerzo sostenido y muchos miles de millones de pesos para construir un sistema electoral confiable, a prueba de los tradicionales fraudes que los “mapaches” y “alquimistas” del PRI perpetraron durante de tantos años, los partidos emprendieron una especie de pirueta legal para desmontar los controles que la sociedad había exigido y logrado imponer.
Así, en un acto ilusionismo legal que imaginaron de alta escuela aunque fue de factura muy burda, nuestros diputados y senadores trataron de vendernos la especie de que el nuevo código electoral es un tónico para la democracia cuando en realidad sólo se acomodaron las leyes a modo para volver a la impunidad de antaño, cuando el PRI decía lo que le venía en gana sin que nadie pudiera pedirle cuentas. Sólo que esta vez la impunidad no será monopolizada por el PRI, sino que los candidatos del PAN y el PRD también ejercerán su cuota.
Y claro, los de los partidos rémora (PVEM, PSD, PT, PANAL y Convergencia) no se quedarán atrás: cada uno intentará, en la medida de su ingenio, aprovechar la tajada mediática que les toca para exhibirse como nuevos Mesías llegados de quién sabe dónde para salvarnos de las situaciones que ellos mismos han creado. Todos ellos se pasarán por el forro los valores que dicen defender: el amor a México, la honestidad, la rectitud y otras más que sólo conocen de oídas, porque si alguna vez se toparon con ellas ya se les olvidó.
Y no sólo están los spots, sino las marrullerías de políticos como el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, que para evadir los candados que los partidos de oposición trataron de imponer a la promoción de los gobernantes en funciones decidió convertirse en cocinero de galletitas en un programa de revisa matutino. O bien el gobernador de Guanajuato, Juan Manuel Olivo, cuyo descaro para tornar en actos de promoción partidista los eventos públicos donde se presentan los logros de los programas sociales (hasta el piso de las canchas de basquetbol pinta con los colores de su partido, azul, blanco y naranja) ha llegado a tal grado que inclusive el secretario de Desarrollo Social, Ernesto Cordero, lo reprobó en público. O el inefable gobernador mexiquense Enrique Peña Nieto, quien se da maña para salir en televisión un día sí y otro también, con aires de figurín de telenovela y a veces en episodios supuestamente espontáneos pero tan armados que dan risa, como el que protagonizó en la pasada final de futbol —cuando el Toluca venció al Cruz Azul—, cuando al salir del estadio tuvo un encuentro con cientos de seguidores suyos que “casualmente” pasaban por ahí y con quienes accedió a tomarse la foto que, claro, se publicó en todos lados y le sirvió para pavonearse como si él mismo hubiera metido los goles.
Y tanto bombo político se irá incrementando conforme se acerque el 5 de julio, cuando deberemos plantarnos ante la urna para elegir a nuestro delegado, a nuestro diputado o a nuestro gobernador. Para entonces, lo más probable es que el tsunami de propaganda sólo haya servido para que votemos con una cosa en mente: que se acaben de una buena vez las campañas y podamos respirar tranquilos de nuevo, libres de spots nauseabundos. Aunque sea por unas horas, porque seguro a los políticos les quedará una reservita de tiempo que no dudarán en utilizar para asestarnos el resto del año los anuncios de sus virtudes. Como si de veras nos los creyéramos.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Capital en movimiento (congelado)

El espectáculo asemeja cada vez más una de esas películas de desastres en las que todos tratan de huir al mismo tiempo y paralizan el tránsito. Sólo que la escena es real, ocurre cada vez con mayor frecuencia en la Ciudad de México y conduce a la proliferación de conductores que, si pudieran hacerlo, desmembrarían al de adelante pero se conforman con tocar el claxon hasta que se funde, insultarse entre sí o mentarle la madre en ausencia a las autoridades responsables de nuestra cotidiana catástrofe vial.
Y este año el caos no sólo se debe a las compras navideñas. Ni a los bloqueos y marchas como las que, con gran venalidad, armó en días pasados el señor “Rayito” López dizque para «defender la economía popular» y «romper el cerco informativo». O las que organizan los profesores enojados porque los ponen a trabajar (tal vez para estas fechas nos hayan dejado en paz: estarán de vacaciones, pagadas, por supuesto), convencidos de que el mejor chantaje posible para doblarle las manos al gobierno federal consiste en convertir a los capitalinos en fábricas estacionarias de paté (por aquello de que el hígado se nos deshace cada vez que nos quedamos atorados en un embotellamiento).
No: a esos baquetones que bloquean las calles hay que sumar que la ciudad está medio ahorcada por la construcción simultánea de alrededor de una treintena de obras viales de gran impacto. El Jefe de Gobierno Marcelo Ebrard asegura que hacerlas al mismo tiempo es deliberado y como gran justificación aduce que sirven para crear empleos (según él 22,000, aunque habría que contar cuántos obreros se la pasan jugando “cascaritas”, por ejemplo, en los carriles centrales de algunos tramos del Circuito Interior, ahora rebautizado “Bicentenario”, como todo en el país).
Es indudable que edificar infraestructura pública es un gran motor de la economía y ocupa a mucha gente que de otra manera se las vería muy duras, sobre todo ahora que la economía anda de capa caída. Lo que no se puede aceptar sin decir nada es el desastroso efecto que tantas calles cerradas tienen sobre los traslados de los chilangos, que ya nos vamos acostumbrando a llegar tarde a todos lados o a pasar cada vez más horas varados en el tránsito que no es tal, pues si estamos detenidos no se puede decir que nos desplacemos a ningún lado.
Investigadores de la UNAM y la UAM calculan que el tránsito lento en el DF dura hasta 13 horas al día e incluso la propia Secretaría del Medio Ambiente capitalina admite que la velocidad promedio de desplazamiento en la Ciudad de México es de apenas 21 kilómetros por hora. Por algo dicen que somos una urbe de 1a (velocidad, porque no se puede cambiar a 2a).
Y todo se debe a la falta de previsión. Pese a los argumentos que esgrime Ebrard, no hay manera de ocultar que hay mucho de improvisado en la ejecución de sus planes. Si alguien lo duda basta con pensar en los retrasos —a veces escandalosos— de muchas de las obras en cuestión. Uno de los ejemplos más evidentes es el distribuidor vial de Muyuguarda, al sur de la capital. Se supone que estaría listo a mediados de 2007 y apenas en la segunda quincena de noviembre ¡de 2008! estaban colocando las últimas trabes para completar los puentes. Es decir, un retraso de al menos 15 meses para medio acabarlos, pues todavía falta (o faltaba) asfaltarlos y equiparlos.
Otra muestra es la línea 2 del Metrobús, que corre de oriente a poniente sobre el eje vial 4 sur: debió terminarse en abril de 2008 y ahora, 8 meses después, aún batallan para concluirla. Eso sin mencionar con que la línea 1 jamás ha dejado de estar en obras, con el consiguiente caos en la Avenida de los Insurgentes y las calles que la cruzan.
Un detallito que Ebrard y su gente no gustan de ventilar en público es cuánto nos cuestan los retrasos: según una estimación hecha en agosto pasado por Juan Manuel Chaparro (presidente de Fomento Industrial del Sector Metal-Mecánico de la Canacintra), las dilaciones encarecen los proyectos hasta en 14%. Y no es poco dinero ese sobreprecio, pues esas obras cuestan miles de millones de pesos.
A Ebrard y sus muchachos tampoco les gusta hablar sobre las secuelas económicas que tanto desorden vial tiene sobre los capitalinos afectados: algunos comerciantes aseguran que sus ventas caen hasta en 60% cuando cierran las calles cercanas a sus negocios. Y eso por no mencionar que a mucha gente llegar tarde a su trabajo le cuesta dinero, porque se lo descuentan de su salario. O porque pierde ventas. O porque, para que no ocurra lo anterior, debe tomar taxi y pagar más por el recorrido, que a veces toma hasta el triple del tiempo normal.
Ebrard dice que cuando las obras estén terminadas mejorará el tránsito en la ciudad y los beneficios compensarán de sobra las molestias que nos causa su fiebre constructora, pero eso está por verse, pues hasta que no se inauguren las nuevas vías no sabremos si los constructores las entregaron de veras listas o habrá que hacerles innumerables adecuaciones sobre la marcha y tapar un montón de baches, como ocurrió hace unos años con el segundo piso del Periférico que construyó “Rayito” (y que, por cierto, seguimos sin saber cuánto costó).
Tampoco sabremos hasta entonces si estuvieron bien planeadas. Por lo pronto, hay malos augurios en algunos casos, como el de la línea 2 del Metrobús: empecinados en emular lo que hicieron en Insurgentes —donde los autobuses corren en los carriles del centro, es decir, los de la izquierda de cada vía (la avenida es de doble sentido)—, los funcionarios de obras del gobierno de Ebrard decidieron confinar uno de los carriles centrales del eje vial.
Tal vez no pensaron que, en cada estación, forzosamente el Metrobús ocupará 2 carriles: el de la propia estación y el del camión articulado. Es decir, el eje se convertirá en un rosario de embudos viales. Hay tramos (como el que entronca con la avenida Parque Lira, muy cerca de la residencia oficial de Los Pinos) en los que, de plano, los autos no tendrán espacio para circular cuando el Metrobús esté detenido en la estación, pues no hay sino 2 carriles. ¿A poco no es un maravilloso ejemplo de la brillantez de los ingenieros que escogieron y trazaron la ruta?
Si a errores de planeación como éste se añade que los policías de tránsito (ya no son “tamarindos” sino “pasteles verdes”, como algunos empiezan a llamarlos por la gorra fluorescente que usan ahora) no están capacitados para sus tareas y, con gran eficiencia, en cada esquina organizan un caos al desfasar los semáforos, el resultado es previsible: los embotellamientos seguirán. Y tantos automóviles atorados en las calles, acelerando cada pocos segundos para avanzar metro a metro y lanzando emisiones a la atmósfera (las más contaminantes se producen, justamente, cuando comienza a moverse el vehículo) anularán otra de las ventajas que Ebrard atribuye a sus obras viales: proteger la ecología de la ciudad. Y de paso, la salud de los capitalinos seguirá deteriorándose.
Supongo que, a pesar de todo, las obras podrán servir de algo. Aunque sólo funcionen por las mañanas o por las noches, cuando hay menos autos por la ciudad. Como sea: cuando nos veamos circulando de nuevo a vuelta de rueda y nos entretengamos en decidir si compramos el refresco, la empanada o el café que nos ofrecen los ambulantes que caminan entre los carriles de las que deberían ser vías rápidas (eso ocurre desde hace años sobre el Periférico y el Circuito Interior, por increíble que parezca), podremos recordar las promesas del Jefe de Gobierno con sólo leer el lema impreso, con un diseño gráfico muy bonito, en la placa del coche de adelante: “Capital en movimiento”. Ajá. Sólo que sea en movimiento congelado. Stop motion, le llaman en cine.
cronopio_mayor@hotmail.com

martes, 4 de noviembre de 2008

El circo multipistas del “señor López”

Respetuosamente y con gran sentido de la responsabilidad, el martes 28 de octubre nos mentó la madre a todos. Una vez más. Ese día los diputados aprobaron por fin una lánguida reforma petrolera y aunque las nuevas leyes coinciden en todo con las demandas de su movimiento político, Andrés Manuel López Obrador, alias “Rayito” (por aquello de que su candidatura era un “rayito de esperanza”) volvió a armar un desgarriate y prometió plantones, marchas y bloqueos para denunciar a los legisladores “vendepatrias” y traer al gobierno «con el mecate corto». En realidad, traernos a los capitalinos con el coraje entripado cada vez que llegamos tarde a algún sitio por culpa de las “adelitas” y sus épicos lances en “defensa de la nación”.
Esa noche Yarima, mi novia venezolana, me preguntó llena de azoro: —¿Cómo es que permiten que ese tipo haga lo que hace? ¿Los mexicanos no se dan cuenta de que Hugo Chávez empezó así y ahora tiene a Venezuela al borde del desastre y no hay para cuándo lo saquemos del poder? —me dijo.
Por supuesto, no era la primera vez que oía a alguien comparar al ex candidato presidencial perredista con Chávez, pero me llamó la atención que una venezolana que sólo ha estado en México unos cuantos días y vive a más de 3,500 kilómetros estuviera tan enterada de las andanzas del “señor López”, como lo motejó uno de sus panegiristas, el cineasta Luis Mandoki.
Suspiré, pensé que aquella iba a ser una larga conversación y di gracias por el invento de la telefonía por Internet, pues de otra manera pagaría una fortuna contándole por qué López goza de completa impunidad para cometer cuanto desmán le viene en gana. Pero no fue necesario que le explicara nada. Resulta que “Lolo” (“Loco López”, como tan acertadamente lo bautizó Luis González de Alba) es bien conocido en algunos círculos venezolanos, que siguieron con atención las elecciones de 2006 y llegaron a pensar que México se convertiría en un aliado estratégico de la “revolución bolivariana”, como gusta de calificar Chávez a su desaforada dictadura electa.
Cuando el señor López “tomó” Paseo de la Reforma, el asombro de los venezolanos antichavistas fue grande, pues veían que México se enfilaba, al parecer sin remedio, a una confrontación que resultaría en una polarización tan aguda como la que vive Venezuela desde que Chávez inició su campaña para llegar al poder.
Por azares de la ruta del turibús, Yarima pudo presenciar un mitin de los “defensores del petróleo” realizado el lunes 20 de octubre en el monumento a la Revolución: —Cuando escuché hablar a López Obrador me pareció estar de vuelta en Venezuela. Le decía a la gente lo mismito que Chávez a sus seguidores: que él y sólo él los podría salvar de las asechanzas del imperialismo que se aprovecha del pueblo para esclavizarlo y saquear la riqueza de Latinoamérica —me contó—. Su discurso estaba tan cargado de odio que me espantó, porque ya sé adónde lleva ese camino: a la división, a que nadie confíe en nadie. En mi país lo vivimos todos los días.
La tragedia para muchos venezolanos comenzó en 1992, cuando Chávez trató de orquestar un golpe de Estado. Falló y lo encarcelaron. Salió de prisión en 1994 por una amnistía, mandó al diablo a los partidos políticos tradicionales (tan desacreditados entonces en Venezuela como hoy lo están en México el PRI, el PAN y el PRD; los demás, seamos honestos —con valentía, eso sí—, no cuentan) y organizó el suyo, el Movimiento V República. Tal como el señor López armó el Frente Amplio Progresista (y ahora su Movimiento por la Defensa del Petróleo) después de perder las elecciones y mandar al demonio nuestras instituciones, aunque no dude un segundo en recibir de ellas dinero a trasmano, vía el “moche” que deben darle los legisladores perredistas.
Venezuela, me cuenta Yarima, puede servir de ejemplo a lo que habría ocurrido en México si López Obrador hubiera podido poner en marcha su “proyecto alternativo de nación”: —Chávez dice que su prioridad es combatir la miseria, pero uno ve cada día más pobres por las esquinas. La inseguridad es pavorosa y la infraestructura pública está para llorar: por ejemplo, las calles están llenas de huecos (baches) —me comenta—. No hay modo de saber cómo se gasta el dinero que recibe el país por el petróleo, ni cuánto se roban él y su gente, aunque debe ser un “pocotón” (mucho). El gobierno tiene sus “misiones” (programas asistencialistas), pero nada más se benefician los simpatizantes del Movimiento V República. Si no apoyas a Chávez, no te dan nada.
¿Alguna similitud con la gestión de López Obrador? Basta con revisar algunas cifras de su gobierno en el DF: entre 2001 y 2005 (año en que “Rayito” renunció para ser candidato presidencial) ocurrieron 7,000 secuestros en la ciudad, el doble de los que se presentaron en el periodo 1996-2000. En vez de repavimentar las calles, llenas de baches, se metió a construir obras como el Metrobús y el 2o piso del periférico, que estuvieron mal hechas (ya van 3 veces que se repavimentan algunos tramos del carril del Metrobús y, en el caso del periférico, los nuevos pisos funcionan muy bien salvo en horas pico, cuando se forman unos embudos espectaculares). Por supuesto, no sabemos cuánto nos costaron, pues López ordenó a la Asamblea Legislativa (controlada por el PRD) clasificar como reservada toda la información financiera.
De sus programas asistenciales se puede decir otro tanto: tan sólo entre 2000 y 2003 su gobierno otorgó 21,358 créditos para casas nuevas… 60% de los cuales fueron para organizaciones vinculadas al PRD, como el Frente Popular Francisco Villa.
—Asombra que haya gente que le cree a López Obrador el cuento de que es un redentor y que todo lo malo que pasa en el país es culpa de «la derecha», aunque sean evidentes sus errores y su falta de transparencia —reflexiona Yarima—. Ya está como Chávez, que de todo, hasta de sus equivocaciones, culpa a los «imperialistas».
Con esa estrategia Chávez se ha ganado el favor de los más resentidos y los más oportunistas, nacionales e internacionales, como muchos perredistas que suspiran por cruzar el “nacionalismo revolucionario” de estirpe priista con el “bolivarismo” de Chávez (el engendro resultante sería, creo, inenarrable). Y con la fuerza que le dan las masas encandiladas, Chávez marca el ritmo político de su país sin cortapisa alguno: —En 1998 nadie supo cómo pararlo y ya ves cómo nos va. En Venezuela tenemos la impresión de que en México les pasa lo mismo con López Obrador —me dice Yarima.
Y creo que no le falta razón. Desde el fallido desafuero de 2004 López marcó la agenda política en el país. En el último tramo del lenguaraz sexenio 2000-2006, Fox estaba obsesionado con lo que hiciera López, quien una y otra vez le comió el mandado; durante la campaña presidencial la estrategia del PAN iba sobre todo en función de contrarrestar la popularidad del perredista y no tanto en difundir las propuestas del candidato Calderón (¿alguien se acuerda de cómo iba a hacer para convertirse en el “presidente del empleo”? Yo no, y creo que nadie podría, pues nunca lo dijo).
Si bien Calderón ha tenido logros indiscutibles, su estrategia de comunicación es pésima. La última muestra es la reforma petrolera: en vez de conseguir que la discusión se centrara en las opciones disponibles para modernizar a Pemex y volverla eficiente aun cuando siga como paraestatal —justo el modelo que adoptaron en Brasil para Petrobras—, todo giró en torno a un inexistente intento de privatización. La iniciativa de Calderón no iba en ese sentido, pero bastó con que López lo gritara para que mucha gente lo creyera.
Claro, al presidente no le ayudó nada que la familia de su secretario consentido, Juan Camilo Mouriño (fallecido en un accidente aéreo el pasado 4 de noviembre), tuviera negocios con Pemex, que por más legales que sean resultan, en el imaginario fácil de la mayoría de los mexicanos, una prueba irrefutable de que Calderón se aprestaba a repartir el botín con sus amigos. Resultado: de la propuesta del presidente (o la del PRI) no quedó casi nada, aunque ahora el gobierno cacaree el huevo como si hubiera puesto uno de avestruz cuando no llega ni a ser de codorniz.
Pese a que en los hechos se hizo lo que él quiso, López nos volvió a escupir en la cara cuando decidió que no, que esa reforma no lo satisface, y prometió radicalizar su movimiento. Pienso que para él cada conflicto en México es como una nueva pista en un circo donde él se siente presentador, domador y fiera al mismo tiempo («Igualito que Chávez con su “Aló, presidente”», se estremece Yarima).
Y el público —según él— tiene la obligación de aplaudir incluso si los dueños del circo político de mil pistas en que se ha convertido México se niegan a venderle el negocio y decide incendiar la carpa (y los dueños somos cada uno de los ciudadanos que pagamos impuestos y respetamos la ley, no el “pueblo bueno”, mítico, aguantador y embriagado de priismo echeverrista que existe sólo en la mente enfermiza de “Rayito”). Con tal de salirse con la suya, a nuestro Mesías de andar por casa no le importa que a todos nos cargue el payasito. Y se trata de un payaso peor que el horroroso de las pesadillas que muchos tienen de niños. Es uno cuyo nombre todos conocemos, ese al que uno de sus admiradores bautizó como “El señor López”.

cronopio_mayor@hotmail.com

jueves, 30 de octubre de 2008

Divagaciones caribeñas

A casi todos nos sorprendió la crisis económica mundial que se desató hace pocas semanas. Como la mayoría de los mexicanos, fije mi atención en el valor del dólar, preocupado por la brusca devaluación del peso luego de varios años de estabilidad en los que nos habíamos acostumbrado a un deslizamiento pausado de nuestra moneda frente a la estadounidense, como si se tratara de un cierto intercambio, hecho con paciencia y salivita, entre un elefante y una hormiguita. Ahora pienso en cuán seguro me sentía de la estabilidad económica a finales de septiembre, cuando la paridad llegó a estar a menos de 10 pesos por un dólar y decidí vacacionar en una isla caribeña.
Las primeras señales de lo que vendría llegaron, pues, cuando estaba fuera del país y gastando en dólares. Aunque desde hace más de un año había síntomas de que Estados Unidos se enfilaba a una crisis económica desatada por el asunto de las hipotecas que muchos deudores dejaron de pagar cuando se dieron cuenta de que habían realizado un pésimo negocio, nadie tenía idea de qué tan profunda sería la debacle ni que, gracias a los encantos de la magia financiera sin fronteras y pocas restricciones, ahogaría al mundo entero en su espiral de locura.
«Ni modo, ya estoy aquí», pensé mientras guardaba las tarjetas de crédito en la caja de seguridad del hotel y ajustaba mi plan de actividades a lo que pudiera pagar con el efectivo en mi cartera. También me daba de santos porque había hecho en pesos los cargos del paquete y había decidido no postergar el viaje: una semana de diferencia y me habría tenido que conformar con mirar las ondas de las aguas verdosas del lago de Chapultepec en vez de las olas al romper en la playa del mar de azules múltiples en San Andrés, Colombia.
Claro, otra diferencia importante es que en vez de arrellanarme en una silla de playa (daiquiri en mano, por supuesto) para extasiarme mirando a las chicas en bikini, habría tenido frente a mí señoras más o menos fodongas enfundadas en pants y empeñadas en que sus hijos arrojaran pan a los patos, que suelen sumergirse de una manera mucho menos sexy que las bañistas cuando se dejan envolver por el Caribe.
Sólo interrumpía mi reposo a ratos para revisar el correo electrónico y enterarme de cómo marchaba la revista. Me interesaba sobre todo saber si Mariana había quedado conforme con mi parte del reportaje sobre la inseguridad en Colombia que pensábamos utilizar para la portada.
«¿Cómo se ven las cosas allá en Colombia?», me preguntó en la única llamada telefónica que le hice. «En la isla parece que no hay violencia. Está muy lejos de la parte continental del país y según me han dicho, aquí no hay guerrilleros ni narcotráfico a gran escala —le respondí—. El panorama se ve tranquilito, muy relajante. Sobre todo por los paisajes». «Ajá, seguro que por los paisajes». «En serio. ¿Por qué otra cosa iba a ser?» «Pues acá parece que nos cargará el payasito por la crisis, que ahora es el tema dominante. Ya cambiamos la portada y estamos trabajando a marchas forzadas para hacer el reportaje que te hubiera tocado investigar. Gasta tus dolaritos a gusto y disfruta mucho los bikinis, digo, los paisajes, ¿eh?»
Colgó con una risita irónica y yo decidí seguir su consejo. Volví a la playa para olvidarme del primer problema que de seguro iba a enfrentar cuando regresara a México: las tasas de las tarjetas se iban a disparar y de golpe le iba a pagar a los bancos mucho más dinero por concepto de intereses. Y todo gracias a trucos financieros tan complejos como estafas de alta escuela, diseñados en Wall Street y otros centros financieros por encorbatados soberbios que se sentían masters of the universe o amos del universo, como denominó Tom Wolfe a los corredores de bolsa y asesores bursátiles en su hilarante novela La hoguera de las vanidades. Y vaya que esas vanidades ahora arden y nos chamuscan a todos, empezando por esa legión de estadounidenses ninja (no income, no job, no assets: sin empleo, trabajo ni propiedades) que compraron, sin enganche y a plazos eternos, casas que ahora no pueden o de plano no quieren liquidar, simplemente porque no les conviene.
Pronto dejé de cavilar sobre la economía. Y es que ocurrió un encuentro, esta vez no planeado pero que es buen ejemplo de algunos amores modernos marcados por las devaluaciones, las distancias y las telecomunicaciones. De hecho, no volví a pensar en la crisis sino hasta que estaba por cenar a bordo del avión que tomé en Panamá para retornar a la Ciudad de México.
La primera vez que vi a Yarima fue justo en el aeropuerto de Panamá, de camino a San Andrés. Me atrajeron su cabellera rizada y su aire simpático. Traté de fisgonear el frente de su pasaporte para saber su nacionalidad (es venezolana), pero no logré distinguir el escudo. Días después me contó que ella trataba de fijarse en el título del libro que yo leía, pues le llamó la atención la portada. No cruzamos palabra. Volamos separados por varias filas de asientos y aunque volvimos a coincidir en la fila de migración —ella iba delante de mí— seguimos sin hablar. Sólo entablamos una breve charla cuando descubrimos que éramos clientes de la misma agencia de viajes local y que compartiríamos el taxi que nos llevaría a los hoteles.
Nos despedimos —lo confesamos después— con la vaga expectativa de vernos de nuevo. Y lo hicimos, sin cita de por medio, en un recorrido por los puntos más turísticos de la isla que tomamos juntos por obra de los itinerarios de la agencia. Éramos los únicos que viajábamos solos (el resto del grupo lo formaban parejas) y nos pareció muy natural acercarnos y conversar mientras nos tomábamos fotos en la cueva del pirata Morgan y bebíamos cocteles servidos en cocos al lado de un surtidor que no soplaba porque no había oleaje. Así nació un romance que, por azares del destino, pudimos continuar a las 2 semanas en México, pues ella se había inscrito a un congreso de dinámicas de grupo que tuvo lugar en Cuernavaca.
Ahora, mientras mantenemos viva la relación a fuerza de correos electrónicos y llamadas hechas mediante telefonía por Internet, hago planes para visitarla en Venezuela. Vuelvo a fijar mi atención en el precio del dólar y pienso que los gobiernos siempre dicen tener todo bajo control mientras nos abruman con medidas y regulaciones que muchas veces no sirven para nada. Ya lo reflexionaba en el vuelo de vuelta a México: como es costumbre desde hace 7 años —luego de los atentados terroristas que tumbaron las Torres Gemelas de Nueva York— en los controles del aeropuerto nos escudriñaron hasta el color de las amígdalas en busca de cualquier posible arma.
Una hora después del despegue inició el servicio de alimentos. Con cada charola de pollo ahulado venía un juego de cubiertos enfundado en una bolsita de plástico. «¿Por qué diablos —me pregunté al recibirlos—, si nos quitan hasta los cortaúñas para que no vayamos a sacarle los ojos al capitán y secuestrar el avión, nos dan tenedores y cuchillos de acero inoxidable?» Sospecho que los responsables de la seguridad de esa aerolínea son los mismos personajes que asesoraban a Alan Greenspan cuando se trataba de fijar normas de seguridad para el sistema financiero. Y así nos va a todos.
cronopio_mayor@hotmail.com