A casi todos nos sorprendió la crisis económica mundial que se desató hace pocas semanas. Como la mayoría de los mexicanos, fije mi atención en el valor del dólar, preocupado por la brusca devaluación del peso luego de varios años de estabilidad en los que nos habíamos acostumbrado a un deslizamiento pausado de nuestra moneda frente a la estadounidense, como si se tratara de un cierto intercambio, hecho con paciencia y salivita, entre un elefante y una hormiguita. Ahora pienso en cuán seguro me sentía de la estabilidad económica a finales de septiembre, cuando la paridad llegó a estar a menos de 10 pesos por un dólar y decidí vacacionar en una isla caribeña.
Las primeras señales de lo que vendría llegaron, pues, cuando estaba fuera del país y gastando en dólares. Aunque desde hace más de un año había síntomas de que Estados Unidos se enfilaba a una crisis económica desatada por el asunto de las hipotecas que muchos deudores dejaron de pagar cuando se dieron cuenta de que habían realizado un pésimo negocio, nadie tenía idea de qué tan profunda sería la debacle ni que, gracias a los encantos de la magia financiera sin fronteras y pocas restricciones, ahogaría al mundo entero en su espiral de locura.
«Ni modo, ya estoy aquí», pensé mientras guardaba las tarjetas de crédito en la caja de seguridad del hotel y ajustaba mi plan de actividades a lo que pudiera pagar con el efectivo en mi cartera. También me daba de santos porque había hecho en pesos los cargos del paquete y había decidido no postergar el viaje: una semana de diferencia y me habría tenido que conformar con mirar las ondas de las aguas verdosas del lago de Chapultepec en vez de las olas al romper en la playa del mar de azules múltiples en San Andrés, Colombia.
Claro, otra diferencia importante es que en vez de arrellanarme en una silla de playa (daiquiri en mano, por supuesto) para extasiarme mirando a las chicas en bikini, habría tenido frente a mí señoras más o menos fodongas enfundadas en pants y empeñadas en que sus hijos arrojaran pan a los patos, que suelen sumergirse de una manera mucho menos sexy que las bañistas cuando se dejan envolver por el Caribe.
Sólo interrumpía mi reposo a ratos para revisar el correo electrónico y enterarme de cómo marchaba la revista. Me interesaba sobre todo saber si Mariana había quedado conforme con mi parte del reportaje sobre la inseguridad en Colombia que pensábamos utilizar para la portada.
«¿Cómo se ven las cosas allá en Colombia?», me preguntó en la única llamada telefónica que le hice. «En la isla parece que no hay violencia. Está muy lejos de la parte continental del país y según me han dicho, aquí no hay guerrilleros ni narcotráfico a gran escala —le respondí—. El panorama se ve tranquilito, muy relajante. Sobre todo por los paisajes». «Ajá, seguro que por los paisajes». «En serio. ¿Por qué otra cosa iba a ser?» «Pues acá parece que nos cargará el payasito por la crisis, que ahora es el tema dominante. Ya cambiamos la portada y estamos trabajando a marchas forzadas para hacer el reportaje que te hubiera tocado investigar. Gasta tus dolaritos a gusto y disfruta mucho los bikinis, digo, los paisajes, ¿eh?»
Colgó con una risita irónica y yo decidí seguir su consejo. Volví a la playa para olvidarme del primer problema que de seguro iba a enfrentar cuando regresara a México: las tasas de las tarjetas se iban a disparar y de golpe le iba a pagar a los bancos mucho más dinero por concepto de intereses. Y todo gracias a trucos financieros tan complejos como estafas de alta escuela, diseñados en Wall Street y otros centros financieros por encorbatados soberbios que se sentían masters of the universe o amos del universo, como denominó Tom Wolfe a los corredores de bolsa y asesores bursátiles en su hilarante novela La hoguera de las vanidades. Y vaya que esas vanidades ahora arden y nos chamuscan a todos, empezando por esa legión de estadounidenses ninja (no income, no job, no assets: sin empleo, trabajo ni propiedades) que compraron, sin enganche y a plazos eternos, casas que ahora no pueden o de plano no quieren liquidar, simplemente porque no les conviene.
Pronto dejé de cavilar sobre la economía. Y es que ocurrió un encuentro, esta vez no planeado pero que es buen ejemplo de algunos amores modernos marcados por las devaluaciones, las distancias y las telecomunicaciones. De hecho, no volví a pensar en la crisis sino hasta que estaba por cenar a bordo del avión que tomé en Panamá para retornar a la Ciudad de México.
La primera vez que vi a Yarima fue justo en el aeropuerto de Panamá, de camino a San Andrés. Me atrajeron su cabellera rizada y su aire simpático. Traté de fisgonear el frente de su pasaporte para saber su nacionalidad (es venezolana), pero no logré distinguir el escudo. Días después me contó que ella trataba de fijarse en el título del libro que yo leía, pues le llamó la atención la portada. No cruzamos palabra. Volamos separados por varias filas de asientos y aunque volvimos a coincidir en la fila de migración —ella iba delante de mí— seguimos sin hablar. Sólo entablamos una breve charla cuando descubrimos que éramos clientes de la misma agencia de viajes local y que compartiríamos el taxi que nos llevaría a los hoteles.
Nos despedimos —lo confesamos después— con la vaga expectativa de vernos de nuevo. Y lo hicimos, sin cita de por medio, en un recorrido por los puntos más turísticos de la isla que tomamos juntos por obra de los itinerarios de la agencia. Éramos los únicos que viajábamos solos (el resto del grupo lo formaban parejas) y nos pareció muy natural acercarnos y conversar mientras nos tomábamos fotos en la cueva del pirata Morgan y bebíamos cocteles servidos en cocos al lado de un surtidor que no soplaba porque no había oleaje. Así nació un romance que, por azares del destino, pudimos continuar a las 2 semanas en México, pues ella se había inscrito a un congreso de dinámicas de grupo que tuvo lugar en Cuernavaca.
Ahora, mientras mantenemos viva la relación a fuerza de correos electrónicos y llamadas hechas mediante telefonía por Internet, hago planes para visitarla en Venezuela. Vuelvo a fijar mi atención en el precio del dólar y pienso que los gobiernos siempre dicen tener todo bajo control mientras nos abruman con medidas y regulaciones que muchas veces no sirven para nada. Ya lo reflexionaba en el vuelo de vuelta a México: como es costumbre desde hace 7 años —luego de los atentados terroristas que tumbaron las Torres Gemelas de Nueva York— en los controles del aeropuerto nos escudriñaron hasta el color de las amígdalas en busca de cualquier posible arma.
Una hora después del despegue inició el servicio de alimentos. Con cada charola de pollo ahulado venía un juego de cubiertos enfundado en una bolsita de plástico. «¿Por qué diablos —me pregunté al recibirlos—, si nos quitan hasta los cortaúñas para que no vayamos a sacarle los ojos al capitán y secuestrar el avión, nos dan tenedores y cuchillos de acero inoxidable?» Sospecho que los responsables de la seguridad de esa aerolínea son los mismos personajes que asesoraban a Alan Greenspan cuando se trataba de fijar normas de seguridad para el sistema financiero. Y así nos va a todos.
cronopio_mayor@hotmail.com
jueves, 30 de octubre de 2008
sábado, 25 de octubre de 2008
You can be the captain, I will draw the chart
La aventura inciada en la navegación pasada progresó como debía progresar: nos conocimos más y sí nos caímos bien. Y la relación dio frutos: una amistad incipiente. Y un gato negro al que bauticé Sauron, en referencia a otra de mis obsesiones: El señor de los anillos.
La esperanza murió de muerte tenística, es decir, súbita, a bote pronto, pero está bien. Ahora hay alguien que no es una esperanza, sino una realidad bien real, sólo que está como a 3,500 kilómetros de distancia: Yarima. Es venezolana y la conocí en una isla caribeña a la altura de Nicaragua. Ambos andábamos bien lejos del terruño y a los 2 nos sorprendió el encuentro. Como diría el Nano, alias Serrat, "De vez en cuando la vida, nos besa en la boca..." Y cuando, en el concierto "Serrat 100x100" del sábado 18 de octubre lo escuchamos cantar eso, acompañado sólo por el piano del talentoso Ricard Miralles, nos apretamos la mano (todo el concierto estuvimos, como dicen los peruanos, haciendo empanaditas) y nos miramos con una gran sonrisa... Y luego, bueno, la noche siguió maravillosa, con el ánimo de hacer camino al andar, abrazo a abrazo, beso a beso...
Ya hablaré en detalle sobre Yarima en otra navegación, ahora sí con carta bien trazada, pues aceptó cuando le dije aquello de "You can be the captain, I will draw the chart".
Ahora, a cruzar el farragoso mar de la distancia... sin dejar la sonrisa de medio lado, eso sí. Es indispensable para ir por la vida.
cronopio_mayor@hotmail.com
La esperanza murió de muerte tenística, es decir, súbita, a bote pronto, pero está bien. Ahora hay alguien que no es una esperanza, sino una realidad bien real, sólo que está como a 3,500 kilómetros de distancia: Yarima. Es venezolana y la conocí en una isla caribeña a la altura de Nicaragua. Ambos andábamos bien lejos del terruño y a los 2 nos sorprendió el encuentro. Como diría el Nano, alias Serrat, "De vez en cuando la vida, nos besa en la boca..." Y cuando, en el concierto "Serrat 100x100" del sábado 18 de octubre lo escuchamos cantar eso, acompañado sólo por el piano del talentoso Ricard Miralles, nos apretamos la mano (todo el concierto estuvimos, como dicen los peruanos, haciendo empanaditas) y nos miramos con una gran sonrisa... Y luego, bueno, la noche siguió maravillosa, con el ánimo de hacer camino al andar, abrazo a abrazo, beso a beso...
Ya hablaré en detalle sobre Yarima en otra navegación, ahora sí con carta bien trazada, pues aceptó cuando le dije aquello de "You can be the captain, I will draw the chart".
Ahora, a cruzar el farragoso mar de la distancia... sin dejar la sonrisa de medio lado, eso sí. Es indispensable para ir por la vida.
cronopio_mayor@hotmail.com
viernes, 3 de octubre de 2008
Encuentros planeados, amores modernos
Al inicio de la sesión nos mirábamos con curiosidad. Algunos evidenciaban cierto pánico inconfeso, tal vez por el temor de hacer el ridículo o sintiéndose ya presa de él por el mero hecho de haber acudido a una reunión para conocer mujeres en encuentros de unos cuantos minutos. No pude sino sonreír con ironía: yo, que tanto me burlaba de esas cosas, estaba ahí por voluntad propia, dispuesto a ver qué ocurría con lo que para mí era un experimento no desprovisto de gozo colmado de humor negro. Si las cosas salían mal, siempre podría dedicarme a hacer bromas sobre mi experiencia para exorcizar el lado más personal de lo que empezó como la curiosidad de escribir algo sobre las maneras modernas del ligue entre los de mi generación: solteros de 40 y tantos años, casi siempre con un historial amoroso que incluye una o más relaciones serias que fracasaron y dejaron tras de sí un residuo de insatisfacción y desencanto.
Y sí: me movía la curiosidad de saber qué se siente participar en esos juegos de adultos —no dejan de tener su lado lúdico y apreciarlo ayuda a sobrellevarlos mucho mejor— y escribir sobre ellos, claro. Pero también, por qué no, el deseo de que sirvieran para lo que fueron concebidos: encontrar alguna mujer interesante que se sintiera atraída por el manojo de obsesiones y manías que me han dejado un matrimonio de mediana duración, una relación libre muy prolongada y muchos años de ejercer el periodismo.
Mientras pensaba en todo esto y sonreía de medio lado, vigilaba la llegada de las mujeres. La mayoría se agrupaba a la entrada del salón mientras evaluaban, con cierta discreción no siempre evidente, a los varones que estábamos ahí, casi todos sumidos en el mutismo. Sólo uno —vestido con saco y una playera con cuello de tortuga e identificado, como los demás, con un gafete numerado y con su nombre de pila— intentaba conversar con los demás, pero cualquier intercambio languidecía de inmediato.
Por fin llegó el momento: la animadora nos avisó que iniciaba el evento. Cada uno tendríamos 7 minutos para conversar con alguien del sexo opuesto y anotar en una tarjeta el número de quien nos interesara. Después la agencia se encargaría de hacernos llegar los datos de contacto de aquellos con quienes hiciéramos “click”, es decir, que el interés fuera mutuo.
Las primeras charlas fluyeron con cierto nerviosismo: para la mayoría era nuestra primera vez y desconocíamos las reglas no escritas del ritual. La agencia nos había indicado que no se permitía el intercambio de números celulares o correos electrónicos —para eso están ellos y ahí reside su negocio— y nos había entregado una lista de preguntas sugeridas —a cual más tópica e inútil, en realidad: nadie las utilizó—, pero todos estábamos decididos a explorar el camino. ¿Cómo contar tu vida, o algún aspecto de ella que resulte interesante, en unos cuantos minutos? ¿Qué preguntar a quien tenemos enfrente? ¿Cómo atraer la atención de quien nos gusta? Son los mismos cuestionamientos de siempre en esto del ligue y la seducción, sólo que ahora había que planteárselos de manera sistemática y veloz, pues el plazo era implacable: cada 7 minutos sonaba una campana y la conversación debía interrumpirse, concluida o no, útil o no, sabrosa o atormentada, para pasar a la siguiente.
Ellas permanecían sentadas en mesitas numeradas mientras nosotros íbamos brincando de mesa en mesa, en una involuntaria metáfora de lo que se ha vuelto el afán de conseguir pareja para muchos solteros o divorciados (y para ellas también): breves encuentros, la mayor parte de las veces nonatos, destinados a fallar de la manera más miserable apenas iniciados. Sólo que esta vez era diferente: todos estábamos dispuestos a participar según las reglas del juego. Todos estábamos en posición de elegir y ser elegidos. Todos teníamos alguna posibilidad.
Conforme progresó la ronda aprendimos a sintetizar lo que nos interesaba poner en relieve de nuestras personas; también a elaborar las preguntas precisas para averiguar si había atracción más allá del primer vistazo. Hacia la mitad del evento (hubo 15 mujeres que conversaron con 13 hombres) comenzó a volverse evidente cuan agotador puede resultar hablar de uno mismo sin parar. Al menos yo estaba exhausto: repetir 8 o 9 veces los mismos datos resulta cansado, no importa cuántas variaciones se intenten y el intermedio no alcanza para reponer las fuerzas, acaso para fumar un cigarro y buscar un poco más de conversación.
Luego del último encuentro tuvimos un breve descanso antes de pasar a la cena. Para entonces muchos ya habíamos perfilado nuestras elecciones y tratábamos de entablar conversaciones más amplias. Algunos lo conseguimos sin duda, otros no lo sé. Yo descubrí a una mujer que me gustó y me intrigó sobremanera. Más allá de la intuición y las señales obvias que se dan de manera inconsciente entre quienes se atraen, no tenía manera de saber si el interés era recíproco: otras de las reglas son no fisgar las selecciones de los demás ni tratar de presionarlos o inducirlos de ninguna manera.
Pero el presentimiento era bueno: conversamos buena parte de la noche, en la sobremesa. Confirmé mi primera impresión: era de opiniones fuertes, independiente y con armas intelectuales. Además de guapa. Justo el tipo que me gusta y me atormenta.
Después de un rato la sobremesa se agotó y partimos, cada quien por su lado. Al lunes siguiente, por la tarde, tenía cierto nerviosismo al revisar el correo electrónico. Nada. No había respuesta de las promotoras del club. Luego ocurrió lo de siempre, lo que nos pasa a tantos en mi situación y que, justamente, nos deja de pronto algo aislados o enfrascados en el mismo círculo, sin conocer gente nueva: el trabajo me absorbió y me olvidé del mensaje.
Al día siguiente, como de costumbre, revisé mi buzón y de golpe congelé el movimiento del ratón cuando vi el correo: “Tus clicks”. Lo abrí, esperanzado. Había marcado a varias mujeres como candidatas y no tenía idea de cuántas me habían elegido. Me complació mucho (y no pude —ni quise— dejar de sonreír de medio lado) cuando entre las correspondencias vi el nombre que más me interesaba. Marqué su número celular con un temblor de manos idéntico al que tantas veces sufrí en la adolescencia. Tras el intercambio de saludos la invité a salir. Por azar la cita fue a media luz —el restaurante no tenía electricidad y, de nuevo, me viene la sonrisa cuando pienso en eso—. A estas alturas no sé de cierto qué ocurrirá, aunque por supuesto ya tengo una idea. Y una esperanza.
También tengo clara otra cosa: esos clubes funcionan. Y vale la pena despojarse de prejuicios y verlos como son: puntos de encuentro de personas de buen nivel —en todos los sentidos— sin tiempo u oportunidad de conocer gente afín. Supongo que el resultado final influirá en mi impresión a largo plazo —soy parte interesada, después de todo—, pero no dejo de recomendar la experiencia: se trata, al fin y al cabo, de otra expresión de nuestros tiempos ajetreados. Y más vale enfrentarlos sin titubeos, con buen talante y —sólo por si acaso— con una sonrisa de medio lado. Que siempre ayuda.
cronopio.mayor@gmail.com
Y sí: me movía la curiosidad de saber qué se siente participar en esos juegos de adultos —no dejan de tener su lado lúdico y apreciarlo ayuda a sobrellevarlos mucho mejor— y escribir sobre ellos, claro. Pero también, por qué no, el deseo de que sirvieran para lo que fueron concebidos: encontrar alguna mujer interesante que se sintiera atraída por el manojo de obsesiones y manías que me han dejado un matrimonio de mediana duración, una relación libre muy prolongada y muchos años de ejercer el periodismo.
Mientras pensaba en todo esto y sonreía de medio lado, vigilaba la llegada de las mujeres. La mayoría se agrupaba a la entrada del salón mientras evaluaban, con cierta discreción no siempre evidente, a los varones que estábamos ahí, casi todos sumidos en el mutismo. Sólo uno —vestido con saco y una playera con cuello de tortuga e identificado, como los demás, con un gafete numerado y con su nombre de pila— intentaba conversar con los demás, pero cualquier intercambio languidecía de inmediato.
Por fin llegó el momento: la animadora nos avisó que iniciaba el evento. Cada uno tendríamos 7 minutos para conversar con alguien del sexo opuesto y anotar en una tarjeta el número de quien nos interesara. Después la agencia se encargaría de hacernos llegar los datos de contacto de aquellos con quienes hiciéramos “click”, es decir, que el interés fuera mutuo.
Las primeras charlas fluyeron con cierto nerviosismo: para la mayoría era nuestra primera vez y desconocíamos las reglas no escritas del ritual. La agencia nos había indicado que no se permitía el intercambio de números celulares o correos electrónicos —para eso están ellos y ahí reside su negocio— y nos había entregado una lista de preguntas sugeridas —a cual más tópica e inútil, en realidad: nadie las utilizó—, pero todos estábamos decididos a explorar el camino. ¿Cómo contar tu vida, o algún aspecto de ella que resulte interesante, en unos cuantos minutos? ¿Qué preguntar a quien tenemos enfrente? ¿Cómo atraer la atención de quien nos gusta? Son los mismos cuestionamientos de siempre en esto del ligue y la seducción, sólo que ahora había que planteárselos de manera sistemática y veloz, pues el plazo era implacable: cada 7 minutos sonaba una campana y la conversación debía interrumpirse, concluida o no, útil o no, sabrosa o atormentada, para pasar a la siguiente.
Ellas permanecían sentadas en mesitas numeradas mientras nosotros íbamos brincando de mesa en mesa, en una involuntaria metáfora de lo que se ha vuelto el afán de conseguir pareja para muchos solteros o divorciados (y para ellas también): breves encuentros, la mayor parte de las veces nonatos, destinados a fallar de la manera más miserable apenas iniciados. Sólo que esta vez era diferente: todos estábamos dispuestos a participar según las reglas del juego. Todos estábamos en posición de elegir y ser elegidos. Todos teníamos alguna posibilidad.
Conforme progresó la ronda aprendimos a sintetizar lo que nos interesaba poner en relieve de nuestras personas; también a elaborar las preguntas precisas para averiguar si había atracción más allá del primer vistazo. Hacia la mitad del evento (hubo 15 mujeres que conversaron con 13 hombres) comenzó a volverse evidente cuan agotador puede resultar hablar de uno mismo sin parar. Al menos yo estaba exhausto: repetir 8 o 9 veces los mismos datos resulta cansado, no importa cuántas variaciones se intenten y el intermedio no alcanza para reponer las fuerzas, acaso para fumar un cigarro y buscar un poco más de conversación.
Luego del último encuentro tuvimos un breve descanso antes de pasar a la cena. Para entonces muchos ya habíamos perfilado nuestras elecciones y tratábamos de entablar conversaciones más amplias. Algunos lo conseguimos sin duda, otros no lo sé. Yo descubrí a una mujer que me gustó y me intrigó sobremanera. Más allá de la intuición y las señales obvias que se dan de manera inconsciente entre quienes se atraen, no tenía manera de saber si el interés era recíproco: otras de las reglas son no fisgar las selecciones de los demás ni tratar de presionarlos o inducirlos de ninguna manera.
Pero el presentimiento era bueno: conversamos buena parte de la noche, en la sobremesa. Confirmé mi primera impresión: era de opiniones fuertes, independiente y con armas intelectuales. Además de guapa. Justo el tipo que me gusta y me atormenta.
Después de un rato la sobremesa se agotó y partimos, cada quien por su lado. Al lunes siguiente, por la tarde, tenía cierto nerviosismo al revisar el correo electrónico. Nada. No había respuesta de las promotoras del club. Luego ocurrió lo de siempre, lo que nos pasa a tantos en mi situación y que, justamente, nos deja de pronto algo aislados o enfrascados en el mismo círculo, sin conocer gente nueva: el trabajo me absorbió y me olvidé del mensaje.
Al día siguiente, como de costumbre, revisé mi buzón y de golpe congelé el movimiento del ratón cuando vi el correo: “Tus clicks”. Lo abrí, esperanzado. Había marcado a varias mujeres como candidatas y no tenía idea de cuántas me habían elegido. Me complació mucho (y no pude —ni quise— dejar de sonreír de medio lado) cuando entre las correspondencias vi el nombre que más me interesaba. Marqué su número celular con un temblor de manos idéntico al que tantas veces sufrí en la adolescencia. Tras el intercambio de saludos la invité a salir. Por azar la cita fue a media luz —el restaurante no tenía electricidad y, de nuevo, me viene la sonrisa cuando pienso en eso—. A estas alturas no sé de cierto qué ocurrirá, aunque por supuesto ya tengo una idea. Y una esperanza.
También tengo clara otra cosa: esos clubes funcionan. Y vale la pena despojarse de prejuicios y verlos como son: puntos de encuentro de personas de buen nivel —en todos los sentidos— sin tiempo u oportunidad de conocer gente afín. Supongo que el resultado final influirá en mi impresión a largo plazo —soy parte interesada, después de todo—, pero no dejo de recomendar la experiencia: se trata, al fin y al cabo, de otra expresión de nuestros tiempos ajetreados. Y más vale enfrentarlos sin titubeos, con buen talante y —sólo por si acaso— con una sonrisa de medio lado. Que siempre ayuda.
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