viernes, 3 de octubre de 2008

Encuentros planeados, amores modernos

Al inicio de la sesión nos mirábamos con curiosidad. Algunos evidenciaban cierto pánico inconfeso, tal vez por el temor de hacer el ridículo o sintiéndose ya presa de él por el mero hecho de haber acudido a una reunión para conocer mujeres en encuentros de unos cuantos minutos. No pude sino sonreír con ironía: yo, que tanto me burlaba de esas cosas, estaba ahí por voluntad propia, dispuesto a ver qué ocurría con lo que para mí era un experimento no desprovisto de gozo colmado de humor negro. Si las cosas salían mal, siempre podría dedicarme a hacer bromas sobre mi experiencia para exorcizar el lado más personal de lo que empezó como la curiosidad de escribir algo sobre las maneras modernas del ligue entre los de mi generación: solteros de 40 y tantos años, casi siempre con un historial amoroso que incluye una o más relaciones serias que fracasaron y dejaron tras de sí un residuo de insatisfacción y desencanto.
Y sí: me movía la curiosidad de saber qué se siente participar en esos juegos de adultos —no dejan de tener su lado lúdico y apreciarlo ayuda a sobrellevarlos mucho mejor— y escribir sobre ellos, claro. Pero también, por qué no, el deseo de que sirvieran para lo que fueron concebidos: encontrar alguna mujer interesante que se sintiera atraída por el manojo de obsesiones y manías que me han dejado un matrimonio de mediana duración, una relación libre muy prolongada y muchos años de ejercer el periodismo.
Mientras pensaba en todo esto y sonreía de medio lado, vigilaba la llegada de las mujeres. La mayoría se agrupaba a la entrada del salón mientras evaluaban, con cierta discreción no siempre evidente, a los varones que estábamos ahí, casi todos sumidos en el mutismo. Sólo uno —vestido con saco y una playera con cuello de tortuga e identificado, como los demás, con un gafete numerado y con su nombre de pila— intentaba conversar con los demás, pero cualquier intercambio languidecía de inmediato.
Por fin llegó el momento: la animadora nos avisó que iniciaba el evento. Cada uno tendríamos 7 minutos para conversar con alguien del sexo opuesto y anotar en una tarjeta el número de quien nos interesara. Después la agencia se encargaría de hacernos llegar los datos de contacto de aquellos con quienes hiciéramos “click”, es decir, que el interés fuera mutuo.
Las primeras charlas fluyeron con cierto nerviosismo: para la mayoría era nuestra primera vez y desconocíamos las reglas no escritas del ritual. La agencia nos había indicado que no se permitía el intercambio de números celulares o correos electrónicos —para eso están ellos y ahí reside su negocio— y nos había entregado una lista de preguntas sugeridas —a cual más tópica e inútil, en realidad: nadie las utilizó—, pero todos estábamos decididos a explorar el camino. ¿Cómo contar tu vida, o algún aspecto de ella que resulte interesante, en unos cuantos minutos? ¿Qué preguntar a quien tenemos enfrente? ¿Cómo atraer la atención de quien nos gusta? Son los mismos cuestionamientos de siempre en esto del ligue y la seducción, sólo que ahora había que planteárselos de manera sistemática y veloz, pues el plazo era implacable: cada 7 minutos sonaba una campana y la conversación debía interrumpirse, concluida o no, útil o no, sabrosa o atormentada, para pasar a la siguiente.
Ellas permanecían sentadas en mesitas numeradas mientras nosotros íbamos brincando de mesa en mesa, en una involuntaria metáfora de lo que se ha vuelto el afán de conseguir pareja para muchos solteros o divorciados (y para ellas también): breves encuentros, la mayor parte de las veces nonatos, destinados a fallar de la manera más miserable apenas iniciados. Sólo que esta vez era diferente: todos estábamos dispuestos a participar según las reglas del juego. Todos estábamos en posición de elegir y ser elegidos. Todos teníamos alguna posibilidad.
Conforme progresó la ronda aprendimos a sintetizar lo que nos interesaba poner en relieve de nuestras personas; también a elaborar las preguntas precisas para averiguar si había atracción más allá del primer vistazo. Hacia la mitad del evento (hubo 15 mujeres que conversaron con 13 hombres) comenzó a volverse evidente cuan agotador puede resultar hablar de uno mismo sin parar. Al menos yo estaba exhausto: repetir 8 o 9 veces los mismos datos resulta cansado, no importa cuántas variaciones se intenten y el intermedio no alcanza para reponer las fuerzas, acaso para fumar un cigarro y buscar un poco más de conversación.
Luego del último encuentro tuvimos un breve descanso antes de pasar a la cena. Para entonces muchos ya habíamos perfilado nuestras elecciones y tratábamos de entablar conversaciones más amplias. Algunos lo conseguimos sin duda, otros no lo sé. Yo descubrí a una mujer que me gustó y me intrigó sobremanera. Más allá de la intuición y las señales obvias que se dan de manera inconsciente entre quienes se atraen, no tenía manera de saber si el interés era recíproco: otras de las reglas son no fisgar las selecciones de los demás ni tratar de presionarlos o inducirlos de ninguna manera.
Pero el presentimiento era bueno: conversamos buena parte de la noche, en la sobremesa. Confirmé mi primera impresión: era de opiniones fuertes, independiente y con armas intelectuales. Además de guapa. Justo el tipo que me gusta y me atormenta.
Después de un rato la sobremesa se agotó y partimos, cada quien por su lado. Al lunes siguiente, por la tarde, tenía cierto nerviosismo al revisar el correo electrónico. Nada. No había respuesta de las promotoras del club. Luego ocurrió lo de siempre, lo que nos pasa a tantos en mi situación y que, justamente, nos deja de pronto algo aislados o enfrascados en el mismo círculo, sin conocer gente nueva: el trabajo me absorbió y me olvidé del mensaje.
Al día siguiente, como de costumbre, revisé mi buzón y de golpe congelé el movimiento del ratón cuando vi el correo: “Tus clicks”. Lo abrí, esperanzado. Había marcado a varias mujeres como candidatas y no tenía idea de cuántas me habían elegido. Me complació mucho (y no pude —ni quise— dejar de sonreír de medio lado) cuando entre las correspondencias vi el nombre que más me interesaba. Marqué su número celular con un temblor de manos idéntico al que tantas veces sufrí en la adolescencia. Tras el intercambio de saludos la invité a salir. Por azar la cita fue a media luz —el restaurante no tenía electricidad y, de nuevo, me viene la sonrisa cuando pienso en eso—. A estas alturas no sé de cierto qué ocurrirá, aunque por supuesto ya tengo una idea. Y una esperanza.
También tengo clara otra cosa: esos clubes funcionan. Y vale la pena despojarse de prejuicios y verlos como son: puntos de encuentro de personas de buen nivel —en todos los sentidos— sin tiempo u oportunidad de conocer gente afín. Supongo que el resultado final influirá en mi impresión a largo plazo —soy parte interesada, después de todo—, pero no dejo de recomendar la experiencia: se trata, al fin y al cabo, de otra expresión de nuestros tiempos ajetreados. Y más vale enfrentarlos sin titubeos, con buen talante y —sólo por si acaso— con una sonrisa de medio lado. Que siempre ayuda.
cronopio.mayor@gmail.com

No hay comentarios: