El espectáculo asemeja cada vez más una de esas películas de desastres en las que todos tratan de huir al mismo tiempo y paralizan el tránsito. Sólo que la escena es real, ocurre cada vez con mayor frecuencia en la Ciudad de México y conduce a la proliferación de conductores que, si pudieran hacerlo, desmembrarían al de adelante pero se conforman con tocar el claxon hasta que se funde, insultarse entre sí o mentarle la madre en ausencia a las autoridades responsables de nuestra cotidiana catástrofe vial.
Y este año el caos no sólo se debe a las compras navideñas. Ni a los bloqueos y marchas como las que, con gran venalidad, armó en días pasados el señor “Rayito” López dizque para «defender la economía popular» y «romper el cerco informativo». O las que organizan los profesores enojados porque los ponen a trabajar (tal vez para estas fechas nos hayan dejado en paz: estarán de vacaciones, pagadas, por supuesto), convencidos de que el mejor chantaje posible para doblarle las manos al gobierno federal consiste en convertir a los capitalinos en fábricas estacionarias de paté (por aquello de que el hígado se nos deshace cada vez que nos quedamos atorados en un embotellamiento).
No: a esos baquetones que bloquean las calles hay que sumar que la ciudad está medio ahorcada por la construcción simultánea de alrededor de una treintena de obras viales de gran impacto. El Jefe de Gobierno Marcelo Ebrard asegura que hacerlas al mismo tiempo es deliberado y como gran justificación aduce que sirven para crear empleos (según él 22,000, aunque habría que contar cuántos obreros se la pasan jugando “cascaritas”, por ejemplo, en los carriles centrales de algunos tramos del Circuito Interior, ahora rebautizado “Bicentenario”, como todo en el país).
Es indudable que edificar infraestructura pública es un gran motor de la economía y ocupa a mucha gente que de otra manera se las vería muy duras, sobre todo ahora que la economía anda de capa caída. Lo que no se puede aceptar sin decir nada es el desastroso efecto que tantas calles cerradas tienen sobre los traslados de los chilangos, que ya nos vamos acostumbrando a llegar tarde a todos lados o a pasar cada vez más horas varados en el tránsito que no es tal, pues si estamos detenidos no se puede decir que nos desplacemos a ningún lado.
Investigadores de la UNAM y la UAM calculan que el tránsito lento en el DF dura hasta 13 horas al día e incluso la propia Secretaría del Medio Ambiente capitalina admite que la velocidad promedio de desplazamiento en la Ciudad de México es de apenas 21 kilómetros por hora. Por algo dicen que somos una urbe de 1a (velocidad, porque no se puede cambiar a 2a).
Y todo se debe a la falta de previsión. Pese a los argumentos que esgrime Ebrard, no hay manera de ocultar que hay mucho de improvisado en la ejecución de sus planes. Si alguien lo duda basta con pensar en los retrasos —a veces escandalosos— de muchas de las obras en cuestión. Uno de los ejemplos más evidentes es el distribuidor vial de Muyuguarda, al sur de la capital. Se supone que estaría listo a mediados de 2007 y apenas en la segunda quincena de noviembre ¡de 2008! estaban colocando las últimas trabes para completar los puentes. Es decir, un retraso de al menos 15 meses para medio acabarlos, pues todavía falta (o faltaba) asfaltarlos y equiparlos.
Otra muestra es la línea 2 del Metrobús, que corre de oriente a poniente sobre el eje vial 4 sur: debió terminarse en abril de 2008 y ahora, 8 meses después, aún batallan para concluirla. Eso sin mencionar con que la línea 1 jamás ha dejado de estar en obras, con el consiguiente caos en la Avenida de los Insurgentes y las calles que la cruzan.
Un detallito que Ebrard y su gente no gustan de ventilar en público es cuánto nos cuestan los retrasos: según una estimación hecha en agosto pasado por Juan Manuel Chaparro (presidente de Fomento Industrial del Sector Metal-Mecánico de la Canacintra), las dilaciones encarecen los proyectos hasta en 14%. Y no es poco dinero ese sobreprecio, pues esas obras cuestan miles de millones de pesos.
A Ebrard y sus muchachos tampoco les gusta hablar sobre las secuelas económicas que tanto desorden vial tiene sobre los capitalinos afectados: algunos comerciantes aseguran que sus ventas caen hasta en 60% cuando cierran las calles cercanas a sus negocios. Y eso por no mencionar que a mucha gente llegar tarde a su trabajo le cuesta dinero, porque se lo descuentan de su salario. O porque pierde ventas. O porque, para que no ocurra lo anterior, debe tomar taxi y pagar más por el recorrido, que a veces toma hasta el triple del tiempo normal.
Ebrard dice que cuando las obras estén terminadas mejorará el tránsito en la ciudad y los beneficios compensarán de sobra las molestias que nos causa su fiebre constructora, pero eso está por verse, pues hasta que no se inauguren las nuevas vías no sabremos si los constructores las entregaron de veras listas o habrá que hacerles innumerables adecuaciones sobre la marcha y tapar un montón de baches, como ocurrió hace unos años con el segundo piso del Periférico que construyó “Rayito” (y que, por cierto, seguimos sin saber cuánto costó).
Tampoco sabremos hasta entonces si estuvieron bien planeadas. Por lo pronto, hay malos augurios en algunos casos, como el de la línea 2 del Metrobús: empecinados en emular lo que hicieron en Insurgentes —donde los autobuses corren en los carriles del centro, es decir, los de la izquierda de cada vía (la avenida es de doble sentido)—, los funcionarios de obras del gobierno de Ebrard decidieron confinar uno de los carriles centrales del eje vial.
Tal vez no pensaron que, en cada estación, forzosamente el Metrobús ocupará 2 carriles: el de la propia estación y el del camión articulado. Es decir, el eje se convertirá en un rosario de embudos viales. Hay tramos (como el que entronca con la avenida Parque Lira, muy cerca de la residencia oficial de Los Pinos) en los que, de plano, los autos no tendrán espacio para circular cuando el Metrobús esté detenido en la estación, pues no hay sino 2 carriles. ¿A poco no es un maravilloso ejemplo de la brillantez de los ingenieros que escogieron y trazaron la ruta?
Si a errores de planeación como éste se añade que los policías de tránsito (ya no son “tamarindos” sino “pasteles verdes”, como algunos empiezan a llamarlos por la gorra fluorescente que usan ahora) no están capacitados para sus tareas y, con gran eficiencia, en cada esquina organizan un caos al desfasar los semáforos, el resultado es previsible: los embotellamientos seguirán. Y tantos automóviles atorados en las calles, acelerando cada pocos segundos para avanzar metro a metro y lanzando emisiones a la atmósfera (las más contaminantes se producen, justamente, cuando comienza a moverse el vehículo) anularán otra de las ventajas que Ebrard atribuye a sus obras viales: proteger la ecología de la ciudad. Y de paso, la salud de los capitalinos seguirá deteriorándose.
Supongo que, a pesar de todo, las obras podrán servir de algo. Aunque sólo funcionen por las mañanas o por las noches, cuando hay menos autos por la ciudad. Como sea: cuando nos veamos circulando de nuevo a vuelta de rueda y nos entretengamos en decidir si compramos el refresco, la empanada o el café que nos ofrecen los ambulantes que caminan entre los carriles de las que deberían ser vías rápidas (eso ocurre desde hace años sobre el Periférico y el Circuito Interior, por increíble que parezca), podremos recordar las promesas del Jefe de Gobierno con sólo leer el lema impreso, con un diseño gráfico muy bonito, en la placa del coche de adelante: “Capital en movimiento”. Ajá. Sólo que sea en movimiento congelado. Stop motion, le llaman en cine.
cronopio_mayor@hotmail.com
Y este año el caos no sólo se debe a las compras navideñas. Ni a los bloqueos y marchas como las que, con gran venalidad, armó en días pasados el señor “Rayito” López dizque para «defender la economía popular» y «romper el cerco informativo». O las que organizan los profesores enojados porque los ponen a trabajar (tal vez para estas fechas nos hayan dejado en paz: estarán de vacaciones, pagadas, por supuesto), convencidos de que el mejor chantaje posible para doblarle las manos al gobierno federal consiste en convertir a los capitalinos en fábricas estacionarias de paté (por aquello de que el hígado se nos deshace cada vez que nos quedamos atorados en un embotellamiento).
No: a esos baquetones que bloquean las calles hay que sumar que la ciudad está medio ahorcada por la construcción simultánea de alrededor de una treintena de obras viales de gran impacto. El Jefe de Gobierno Marcelo Ebrard asegura que hacerlas al mismo tiempo es deliberado y como gran justificación aduce que sirven para crear empleos (según él 22,000, aunque habría que contar cuántos obreros se la pasan jugando “cascaritas”, por ejemplo, en los carriles centrales de algunos tramos del Circuito Interior, ahora rebautizado “Bicentenario”, como todo en el país).
Es indudable que edificar infraestructura pública es un gran motor de la economía y ocupa a mucha gente que de otra manera se las vería muy duras, sobre todo ahora que la economía anda de capa caída. Lo que no se puede aceptar sin decir nada es el desastroso efecto que tantas calles cerradas tienen sobre los traslados de los chilangos, que ya nos vamos acostumbrando a llegar tarde a todos lados o a pasar cada vez más horas varados en el tránsito que no es tal, pues si estamos detenidos no se puede decir que nos desplacemos a ningún lado.
Investigadores de la UNAM y la UAM calculan que el tránsito lento en el DF dura hasta 13 horas al día e incluso la propia Secretaría del Medio Ambiente capitalina admite que la velocidad promedio de desplazamiento en la Ciudad de México es de apenas 21 kilómetros por hora. Por algo dicen que somos una urbe de 1a (velocidad, porque no se puede cambiar a 2a).
Y todo se debe a la falta de previsión. Pese a los argumentos que esgrime Ebrard, no hay manera de ocultar que hay mucho de improvisado en la ejecución de sus planes. Si alguien lo duda basta con pensar en los retrasos —a veces escandalosos— de muchas de las obras en cuestión. Uno de los ejemplos más evidentes es el distribuidor vial de Muyuguarda, al sur de la capital. Se supone que estaría listo a mediados de 2007 y apenas en la segunda quincena de noviembre ¡de 2008! estaban colocando las últimas trabes para completar los puentes. Es decir, un retraso de al menos 15 meses para medio acabarlos, pues todavía falta (o faltaba) asfaltarlos y equiparlos.
Otra muestra es la línea 2 del Metrobús, que corre de oriente a poniente sobre el eje vial 4 sur: debió terminarse en abril de 2008 y ahora, 8 meses después, aún batallan para concluirla. Eso sin mencionar con que la línea 1 jamás ha dejado de estar en obras, con el consiguiente caos en la Avenida de los Insurgentes y las calles que la cruzan.
Un detallito que Ebrard y su gente no gustan de ventilar en público es cuánto nos cuestan los retrasos: según una estimación hecha en agosto pasado por Juan Manuel Chaparro (presidente de Fomento Industrial del Sector Metal-Mecánico de la Canacintra), las dilaciones encarecen los proyectos hasta en 14%. Y no es poco dinero ese sobreprecio, pues esas obras cuestan miles de millones de pesos.
A Ebrard y sus muchachos tampoco les gusta hablar sobre las secuelas económicas que tanto desorden vial tiene sobre los capitalinos afectados: algunos comerciantes aseguran que sus ventas caen hasta en 60% cuando cierran las calles cercanas a sus negocios. Y eso por no mencionar que a mucha gente llegar tarde a su trabajo le cuesta dinero, porque se lo descuentan de su salario. O porque pierde ventas. O porque, para que no ocurra lo anterior, debe tomar taxi y pagar más por el recorrido, que a veces toma hasta el triple del tiempo normal.
Ebrard dice que cuando las obras estén terminadas mejorará el tránsito en la ciudad y los beneficios compensarán de sobra las molestias que nos causa su fiebre constructora, pero eso está por verse, pues hasta que no se inauguren las nuevas vías no sabremos si los constructores las entregaron de veras listas o habrá que hacerles innumerables adecuaciones sobre la marcha y tapar un montón de baches, como ocurrió hace unos años con el segundo piso del Periférico que construyó “Rayito” (y que, por cierto, seguimos sin saber cuánto costó).
Tampoco sabremos hasta entonces si estuvieron bien planeadas. Por lo pronto, hay malos augurios en algunos casos, como el de la línea 2 del Metrobús: empecinados en emular lo que hicieron en Insurgentes —donde los autobuses corren en los carriles del centro, es decir, los de la izquierda de cada vía (la avenida es de doble sentido)—, los funcionarios de obras del gobierno de Ebrard decidieron confinar uno de los carriles centrales del eje vial.
Tal vez no pensaron que, en cada estación, forzosamente el Metrobús ocupará 2 carriles: el de la propia estación y el del camión articulado. Es decir, el eje se convertirá en un rosario de embudos viales. Hay tramos (como el que entronca con la avenida Parque Lira, muy cerca de la residencia oficial de Los Pinos) en los que, de plano, los autos no tendrán espacio para circular cuando el Metrobús esté detenido en la estación, pues no hay sino 2 carriles. ¿A poco no es un maravilloso ejemplo de la brillantez de los ingenieros que escogieron y trazaron la ruta?
Si a errores de planeación como éste se añade que los policías de tránsito (ya no son “tamarindos” sino “pasteles verdes”, como algunos empiezan a llamarlos por la gorra fluorescente que usan ahora) no están capacitados para sus tareas y, con gran eficiencia, en cada esquina organizan un caos al desfasar los semáforos, el resultado es previsible: los embotellamientos seguirán. Y tantos automóviles atorados en las calles, acelerando cada pocos segundos para avanzar metro a metro y lanzando emisiones a la atmósfera (las más contaminantes se producen, justamente, cuando comienza a moverse el vehículo) anularán otra de las ventajas que Ebrard atribuye a sus obras viales: proteger la ecología de la ciudad. Y de paso, la salud de los capitalinos seguirá deteriorándose.
Supongo que, a pesar de todo, las obras podrán servir de algo. Aunque sólo funcionen por las mañanas o por las noches, cuando hay menos autos por la ciudad. Como sea: cuando nos veamos circulando de nuevo a vuelta de rueda y nos entretengamos en decidir si compramos el refresco, la empanada o el café que nos ofrecen los ambulantes que caminan entre los carriles de las que deberían ser vías rápidas (eso ocurre desde hace años sobre el Periférico y el Circuito Interior, por increíble que parezca), podremos recordar las promesas del Jefe de Gobierno con sólo leer el lema impreso, con un diseño gráfico muy bonito, en la placa del coche de adelante: “Capital en movimiento”. Ajá. Sólo que sea en movimiento congelado. Stop motion, le llaman en cine.
cronopio_mayor@hotmail.com
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