martes, 28 de abril de 2009

Luces y oscuridades de la influenza

Como todas las catástrofes que azotan a la Ciudad de México, la epidemia de influenza porcina sacó lo peor y lo mejor de quienes vivimos en la agobiada capital del país. Digo que sacó lo mejor porque, como ocurre muy raras veces, la mayoría de la gente se avino a seguir sin reparos las recomendaciones dictadas por las autoridades sanitarias para frenar la propagación del virus. Eso resulta notable en una ciudad donde todo el mundo suele ignorar las normas de convivencia social y hacer lo que le venga en gana, aunque fastidie a los demás.
A los chilangos nos resulta normal lidiar con quienes estacionan sus coches sobre las banquetas y nos obligan a descender al arroyo. Tampoco es raro toparnos con personas que riegan sus jardines o lavan sus coches a manguerazos en mitad de la sequías periódicas a las que nos empieza a acostumbrar la Comisión Nacional del Agua mientras parchan la tubería del sistema Cutzamala (en tanto, alrededor de la mitad del líquido se pierde por fugas que le correspondería reparar al gobierno de Marcelo Ebrard, más interesado en lucirse en sus peleas cíclicas con el titular de Conagua, José Luis Luege, que en poner en serio manos a la obra y resolver el problema de una vez, no de a poquitos, como los gobiernos capitalinos priistas y perredistas vienen haciendo desde hace décadas).
En los días pasados actitudes negativas como esas estuvieron más bien ausentes y en cambio se dejó ver en la ciudad el afán de cooperar y protegernos entre todos con medidas sencillas, como utilizar un tapabocas. También hubo la disposición de acatar instrucciones incómodas, como cerrar antros, bares, restaurantes y otros locales públicos y cancelar eventos masivos. Pese a lo exagerado que parecen a primera vista, las órdenes fueron recibidas sin aspavientos por casi toda la gente, que no protestó ni siquiera cuando Ebrard (actuando en coordinación con la Secretaría de Salud federal) se atrevió a meterse con una de las cosas más sagradas en México, el futbol, y se anunció que los juegos serían a puerta cerrada, sin público en los estadios. Los aficionados se conformaron con seguir los partidos desde sus casas.
Lo triste es que en medio de la emergencia también afloraron algunos de los peores rasgos que nos caracterizan a los mexicanos. Y para darse cuenta de ello bastaba con revisar los principales diarios o noticiarios del país y encontrarse con barbaridades como la emitida por el senador priista Pedro Joaquín Coldwell (entre otros), quien se dedicó a criticar a la Secretaría de Salud por no haber actuado a tiempo y puso en duda los esfuerzos del gobierno para contener la crisis sanitaria.
Poco le importó que las medidas adoptadas por el gobierno federal (panista) y secundadas, en primera instancia, por los gobiernos del DF (perredista) y del estado de México (priista), contaran con el reconocimiento de la Organización Mundial de la Salud por lo oportunas y bien instrumentadas. Tampoco tomó en cuenta que su crítica principal —la lentitud en la respuesta— quedara plenamente refutada por tratarse de un virus nuevo, para que el que no existían protocolos de detección e identificación.
Lo peor fue que hubo muchos ciudadanos dispuestos a creer las peores idioteces y a propalar rumores sin base. Para comprobarlo era suficiente con navegar por los foros de opinión de un par de los diarios más leídos en el país (uno de “izquierda” y otro de “derecha”), donde se leían comentarios rebosantes de mala leche, que no tiene color ni ideología, sino la base, común para todos los credos, de la falta de información y el afán de sembrar discordia. Por frustración o por mera estupidez.
Así, al lado de notas escritas por gente que sostenía que el virus de la influenza porcina había sido diseñado en una universidad norteamericana porque contiene ADN de aves, cerdos y humanos (en los libros de biología para preparatoria se explica que los virus evolucionan al combinar su material genético con el de sus víctimas), había comentarios que sostenían que los muertos eran centenares o miles y que Felipe Calderón y sus secretarios, en particular José Ángel Córdova (salud) se aferraban a ocultar las cifras para no “quemarse” y no perder votos en las elecciones del próximo julio. También hubo, por supuesto, los que atribuyeron la epidemia a un compló para distraer al “pueblo bueno” de las aviesas intenciones del “Estado malo” que se aprestaba a engañarlo una vez más y mantenerlo sometido.
Ni siquiera faltó algún colega que se puso a pontificar y aseguró que todas las medidas dictadas por Calderón, Ebrard y Peña Nieto estaban encaminadas en realidad a imponer un Estado totalitario y restar libertades a los ciudadanos. Lo sorprendente fue que uno de sus lectores se atrevió a cuestionar sus planteamientos y recibió, como si fuera pamba en la primaria, una lluvia de descalificaciones de otros lectores, que reaccionaron peor que si les hubieran mentado la madre.
Para esos lectores era casi una verdad divina que la emergencia sanitaria era un montaje político-electoral y cualquier evidencia en contra constituía prueba de un nuevo complot —sí, otro más— puesto en escena, claro, por los mismos que según ellos le arrebataron la presidencia del país a su adorado “Rayito”, quien por cierto ni pío dijo sobre la epidemia y más bien se dedicó a continuar sus diatribas contra la “privatización” de Pemex. Lo de la influenza, supongo que habrá pensado, fue un invento del “espurio” y por eso no concernía a su “gobierno legítimo” ocuparse del tema.
No es preocupante, en mi opinión, que en cualquier circunstancia haya gente dispuesta a poner en duda cuanto venga de un gobierno que no les gusta o en el que no confían, allá ellos con sus fobias y paranoias, que son muy libres de tenerlas. Lo alarmante es la poca aptitud que demuestran para analizar y entender información compleja antes de emitir una opinión o tomar una decisión. Si los comunicados gubernamentales les parecían poco fiables, con unos cuantos teclazos y un par de clics podían acceder al sitio de la OMS e informarse sobre la emergencia sanitaria en México.
Claro, se me olvidaba que para ellos ese organismo internacional, dependiente de la ONU, seguramente era parte del compló y, en una de esas, el lugar de donde partió la orden a Calderón de “montar” una epidemia para ganar votos.
Lo grave en verdad es que esa proclividad a ver conjuras en todos lados nos la inoculan (sí, como un virus) desde la infancia, en la primaria, cuando nos enseñan que todas las desgracias de México se deben siempre a una alianza entre mexicanos muy malos que, en casos extremos, recurren a extranjeros muy perversos que codician nuestras riquezas. Como Cortés y sus tropas, esos malvados fuereños que se aliaron con los chicos “malos” locales (los tlaxcaltecas) para destruir al imperio “bueno” de los mexicas (que, por otra parte, habían sojuzgado por las armas a todos sus vasallos). O como los particulares que quieren hacer negocio a costa de los pobrecitos mexicanos: no faltaron, por supuesto, acusaciones de lucro contra los laboratorios internacionales por vendernos cientos de miles de dosis de vacunas y antivirales en vez de regalárnoslas, a nosotros que tanto hemos sufrido y estábamos en riesgo de ponernos enfermitos.
Pese a esa tendencia a ver basura en todos lados que aqueja a un importante sector de la población, la respuesta de la mayoría de los mexicanos y sus instituciones ante la epidemia puso en relieve que distamos mucho de tener un Estado fallido (como les ha dado por propalar últimamente a los opositores al gobierno) y que dadas las circunstancias precisas, políticos de todos los colores pueden actuar hombro con hombro con los ciudadanos para resolver las emergencias. Lástima que una vez pasada la alerta sanitaria, en vez de trabajar juntos para solucionar problemas como la inseguridad y la mala calidad educativa, ciudadanos y partidos políticos seguramente volveremos a lo de siempre: echarle al gobierno la culpa de todo, hasta de las enfermedades desconocidas que nos depara el destino.

lunes, 30 de marzo de 2009

Nacionalismo estúpido (o el complejo de Masiosare)

En las últimas semanas, además de los spots amelcochados del IFE sobre la importancia de votar en las próximas elecciones y los comerciales francamente tontos de los partidos, nos hemos tenido que soplar los arrebatos patrioteros de políticos de todos los colores, empeñados en defender a México de supuestas amenazas apremiantes, aunque pocas veces queda claro el origen del peligro salvo que se deba a Masiosare (ese extraño enemigo que algunos creen que menciona nuestro himno).
Cuando las raíces del riesgo son evidentes —como en el caso del crimen organizado—, prefieren embarcarse en escaramuzas retóricas en vez de concentrarse en la búsqueda de soluciones concretas, que de todas formas suelen aplicarse tarde y a medias salvo cuando corren por cuenta del ejército. Y claro, entonces esos patrioteros se desgañitan clamando abuso de autoridad u otras zarandajas por el estilo. Como si los soldados no se jugaran todos los días la vida en la línea de fuego en vez de estar apoltronados cómodamente en una curul o en una oficina burocrática.
Obviamente, la partidocracia sabe que las declaraciones efectistas le rinden mejores dividendos que las acciones porque a la mayoría de los mexicanos le encanta sentirse eternamente víctima de algún complot. Por eso, cada vez que se acercan elecciones —lo cual ocurre varias veces al año porque los comicios se suceden sin parar. Si no fuera en hacer campaña permanente, ¿en qué se ocuparían nuestros políticos?— los partidocratas se ponen a perorar con alegre desparpajo con el afán de hacerse pasar como garantes de la integridad nacional, como una suerte de “padres de la patria”, vamos.
Ahí están, por ejemplo, los senadores Manlio Fabio Beltrones (PRI) y Carlos Navarrete (PRD), escandalizados porque el gobierno estadounidense tomó el control accionario de Citi Group y, por ende, de Banamex, que es parte del grupo financiero norteamericano. Y ambos armaron una algarada porque según ellos eso viola las normas que rigen la posesión de la banca en el país, lo cual no está del todo claro, pues resulta que esas leyes, como la mayoría de las mexicanas, incluida la tan manoseada Constitución, están redactadas de manera tan confusa o deficiente que se prestan a interpretaciones contradictorias. A sabiendas de eso, demandaron que el gobierno de Felipe Calderón forzara al de Barack Obama a vender Banamex y cuando la Secretaría de Hacienda emitió un comunicado de prensa asegurando que no había violación al marco legal de nuestro país mentalmente se rasgaron las túnicas republicanas en las que se imaginan envueltos, cual si fueran tribunos romanos.
Beltrones y Navarrete amenazaron con presentar una controversia constitucional para que la Suprema Corte de Justicia decidiera cuál interpretación —la de ellos o la del gobierno federal, expuesta por vía de Agustín Carstens— era la correcta. Sólo que “olvidaron” un pequeño detalle: para que procediera la controversia necesitaban algún documento oficial emitido por el gobierno, no un mero boletín de prensa. Entonces instaron a Calderón a fijar su postura en un escrito ad hoc para la demanda, cosa que por supuesto no ocurrió. Poco les faltó a los senadores para envolverse en su lengüita pintada como una banderita de 3 colores —con extracto de pitahaya, limón y horchata, para que sea muy mexicano el asunto— y arrojarse al vacío desde la cumbre de su elevado nacionalismo, lo cual en términos realistas les hubiera hecho menos daño que si se cayeran de la cama.
Pero no hay que preocuparse de que nuestros legisladores hubieran sufrido hipotéticos raspones en su caída imaginaria: prefirieron echar todo en el olvido con motivo de las vacaciones de Semana Santa —ya se sabe, nuestros legisladores trabajan arduamente todo el año y su descanso debe respetarse como si fuera lo más sacrosanto de esas fechas— y dejaron por la paz el asunto. ¿Les importaba realmente lo que ocurriera con Banamex o la oportunidad de presentar al gobierno como “vende patrias” con la esperanza de atraer votos hacia sus partidos? Creo que no se necesita ser un genio para encontrar la respuesta.
A ese festivalito mediático se le sumó el que ha montado el presidente del PAN, Germán Martínez, en torno a la guerra contra el narcotráfico: en reiterados mensajes colocados en la página web de su partido asegura que quienes se oponen a las iniciativas del presidente Calderón están en contra de México y en automático son aliados de facto de sus enemigos, en este caso los delincuentes muy bien organizados.
Una de las excusas para esta batallita —cuyo propósito real es despertar el sentimiento nacionalista de los votantes y aglutinarlo en torno a los azules— fue la ley para la extinción de dominio que permitirá al gobierno federal confiscar propiedades e intervenir cuentas bancarias de la delincuencia organizada, lo cual en realidad puede ser muy beneficioso si se utiliza de manera adecuada. Así, algo en lo que los partidos coinciden —no se olvide que los perredistas de la capital le dieron esa arma legal al jefe de gobierno del DF, Marcelo Ebrard, y que el PRI preparó su propia iniciativa para discutirla en el Congreso federal, donde al final se puso de acuerdo con los demás partidos— se convirtió en el pretexto ideal para lucirse de nuevo en los medios y lanzarse acusaciones de corte patriotero que les aseguran cobertura periodística, pues ya se sabe que las declaraciones escandalosas siempre son noticia. Aunque no tengan fundamento.
A eso le siguió la visita de la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, que dio pie a que Rayito López Obrador se aventara en uno de sus numerosos mítines la lectura de una carta en la que, “respetuosamente”, como acostumbra decir cada vez que va a proferir alguna barbaridad, le pidió a la señora que el gobierno estadounidense no se inmiscuya en la guerra contra los narcos, que es sólo nuestra, orgullosamente mexicana.
Poco importa, por supuesto, que el propio Obama haya admitido que se trata de un asunto que involucra a ambos países y que la secretaria Clinton haya aceptado que sólo con la acción conjunta de los 2 gobiernos se podrá enfrentar el problema. Y es que para Rayito —y un gran porcentaje de los mexicanos— cualquier ayuda venida del exterior es una intromisión intolerable tal vez capitaneada por el tal Masiosare.
Una de las puntadas más gozosas que nuestros políticos se aventaron al respecto ocurrió el último día de marzo, cuando Obama tuvo la idea de comparar a Felipe Calderón con Elliot Ness por aquello de la guerra que el televisado investigador libró contra los gangsters de Al Capone, que la gente de ahora recuerda sobre todo por la vieja serie de televisión Los intocables o, si acaso, por la película homónima que Brian de Palma dirigió en los 80. La comparación entre Calderón y Ness es sobre todo simpática. ¿Se imaginan a nuestro presidente con aires de Kevin Costner, sólo por mantenernos en la referencia más reciente? ¿O a algún capo con los andares de Robert de Niro?
El caso es que esa imagen, de risa loca por lo ingenua, provocó que el senador Arturo Escobar (PVEM) y los diputados Héctor Lários (PAN), René Arce (PRI) y Emilio Gamboa Patrón (PRI) rezongaran ardorosamente. Gamboa llegó a exigir que la Secretaría de Relaciones Exteriores protestara formalmente ante el gobierno estadounidense por los dichos de Obama porque, claro, el Masiosare negro había mancillado el honor patrio y ahí están nuestros airados legisladores para defenderlo.
Hace unas semanas reflexionaba que México tiene los políticos que se merece, ni más ni menos, cuando leí en un diario editado en la Ciudad de México las reacciones suscitadas por la presentación de Ojos azules, un libro del escritor español Arturo Pérez-Reverte que narra las peripecias de un soldado español durante la Noche Triste. El conquistador trata de huir cargado de oro pero no logra quitarse del pensamiento a una india que embarazó y a quien, por supuesto, repudió. Al final lo atrapan y justo cuando lo van a sacrificar ve a la mujer a un costado del altar. Su último pensamiento cuando le arrancan el corazón es que ojalá su hijo tenga los ojos azules (como el niño indio pintado en el fresco de Diego Rivera que inspiró a Pérez-Reverte).
La anécdota, ficticia pero que fácilmente pudo haber tenido lugar, dio pie a airadas protestas vertidas en la página web del diario en cuestión, donde muchos lectores —que ni siquiera habían leído el relato— atacaron al novelista porque les pareció un ultraje a México que la ficción reflejara la brutalidad real de ese episodio histórico tal como fue, sin tapujos ni conmiseraciones lloriqueantes por las víctimas. (La mera idea de que para los indios que lucharon contra los aztecas aquella fue una guerra de liberación seguramente provocaría a esos lectores una indignación lindante con la apoplejía).
¡Claro!, pensé. Muchos mexicanos traen inscrito en los genes el afán de ver en todas partes Masiosares conquistadores con tranchete (más bien sería un arcabuz) y reaccionan en automático, antes de echar a andar el cerebro. Y los políticos son el producto nacional que refleja con mayor autenticidad esa tara. Así que el país no sólo se los merece, sino que los seguirá produciendo igualitos generación tras generación. Al menos, mientras la mayoría de los mexicanos no decida sacudirse las telarañas neuronales y en vez de comprar íntegro el discurso de los “defensores de la patria” decida dejar de lado los traumas del pasado (ayuda mucho la lectura de buenos libros, como la excelente serie México de carne y hueso, de Armando Ayala Anguiano), hacer un corte de caja y ponerse a trabajar con la mirada puesta en el futuro.
Pero parece que tal cosa no ocurrirá en ningún momento cercano y por lo pronto tendremos que seguir resignados a soplarnos nuevos arranques de nacionalismo estúpido, sobre todo en épocas electorales como esta, cuando nos lo asestan igual en declaraciones risibles que en spots inenarrables. Sólo tengo una duda: ¿no será todo eso parte de un complot contra México?
cronopio.mayor@gmail.com

viernes, 27 de febrero de 2009

El fracaso se pinta de azul

En las últimas semanas los miembros del gabinete de Felipe Calderón no han parado de verse atrapados en escandaletes mediáticos montados con muy mala leche pero con muy buena puntería, al menos la suficiente para llenar páginas y páginas en periódicos y revistas políticas y muchos minutos —los que dejan libres los spots que nos asesta la nueva ley electoral— en radio y televisión.
Es indiscutible que resulta exagerado pedir la renuncia de la canciller Patricia Espinosa por decir que el problema del narcotráfico en México sólo se concentra en 3 estados, o exigir la dimisión de Luis Téllez (secretario de Comunicaciones) por admitir ante periodistas que en una francachela privada en Cancún habló de más y dijo lo que todo el país lleva 15 años diciendo sin que nadie aporte pruebas concluyentes (que Salinas de Gortari se robó muchísimo dinero).
En el primer caso se trató de declaraciones públicas hechas a la prensa y en el segundo de grabaciones clandestinas realizadas con el fin aparente de chantajear a Téllez o destruirlo políticamente en medio de la guerra semiclandestina que se libra entre funcionarios del sector telecomunicaciones.
Espinosa mostró una ingenuidad muy digna de compasión y Téllez una falta de malicia lamentable en un funcionario de su nivel, mas por el mero hecho de abrir la boca sin antes echar a andar las neuronas ninguno reveló incapacidad flagrante para ejercer sus tareas. En cambio, constituyen ejemplos innegables de una tara que ha aquejado a los políticos panistas —o asociados a los panistas— desde que Vicente Fox, luego de ganar las elecciones de 2000, anunció que reclutaría su gabinete a través de head hunters: no tienen ni la menor idea de cómo lidiar con la prensa (y conste que tampoco se trata de retornar a los embutes y amenazas que tanto usó el PRI).
Por supuesto, crear una estrategia que les permita valerse de los medios —sin “comprarlos”— para proyectar una buena imagen pública, o difundir con eficacia los logros del gobierno, es una posibilidad que los panistas no logran concretar ni siquiera en sus sueños más desbocados. Ni ellos ni los supuestos profesionales que los asesoran. Y esa falta de ideas les costará muy caro en julio próximo, cuando lo más probable es que Felipe Calderón quedé arrinconado contra las cuerdas legislativas, muy lejos de la mayoría en la Cámara de diputados con la que han soñado los del PAN desde su llegada a Los Pinos.
Claro, conviene matizar: ya en el sexenio de Salinas se hablaba del “círculo rojo” para referirse a los opinadores profesionales —como este Gato Gaviero— y del “círculo verde” para aludir a los mexicanos que no gozan de un espacio periodístico pero consumen las noticias y comentarios que los “rojos” vertimos con alegre desparpajo.
Fox siempre gozó de muy mala prensa porque su estrategia era de plano torpe a los ojos de los periodistas: todavía resulta hilarante acordarse de cómo cada día el ex vocero de la presidencia, Rubén Aguilar, debía aclarar al país «Lo que el presidente quiso decir…» Sin embargo, ese modo de enredar las cosas —que según ha revelado hace no mucho el propio Aguilar, era a propósito, no fruto de la atrabancada lengua foxiana— le cosechaba simpatías entre el “círculo verde” constituido por los ciudadanos de a pie. Los que al fin y al cabo, a fuerza de votos, ponen en sus puestos a los políticos que no tienen más remedio que presentarse a elecciones para seguir colgados del erario.
Fox, que vivió obsesionado por las encuestas de popularidad, consiguió así el que al parecer fue siempre su principal objetivo: resultarle simpático a la mayoría de los mexicanos, que lo calificó bien y aprobó hasta el final su gestión a pesar de la ridiculización encarnizada de que lo hizo objeto la mayor parte de la prensa. (Vamos, tampoco había que esforzarse mucho. Aún son memorables el «¿Y yo por qué?» que lanzó cuando los reporteros le preguntaron qué iba a hace en torno al conflicto entre las 2 grandes televisoras; el «Gracias, mi rey» con el que agradeció a Juan Carlos I de España sus felicitaciones por ganar las elecciones de 2000, o el celebérrimo «Comes y te vas» que le soltó a Fidel Castro cuando lo invitó a la Cumbre de Monterrey en 2004 pero le pidió que se retirara antes de incomodar a otro racherote, el ex presidente George W. Bush).
Calderón se ha mantenido muy lejos del papel de bufón de palacio que tan cómodo hacía sentir a Fox y ha buscado proyectar una imagen mesurada y responsable. En ese sentido hay poco que reclamarle, salvo quizá el desliz de presentarse a un acto militar con una casaca que le quedaba grande. Sin embargo, tampoco se ha salvado de los embates de un sector de la prensa empeñado en mostrarlo como alguien poco serio.
Ese afán de escarnio también alcanza a sus secretarios, como Agustín Carstens (Hacienda): la mayor parte de los periodistas, salgo algunos analistas económicos, no concedieron importancia a la jugada magistral que hizo al contratar una cobertura que nos aseguró un pago de 70 dólares por barril de petróleo hasta septiembre y que permitió que el presupuesto público de este año no se viera afectado gran cosa por la crisis (ya a partir de 2010 será otro cantar). En cambio, se consagraron a armar un gran alboroto porque había dicho que la crisis económica mundial sería nomás un «catarrito» para México aunque para Estados Unidos fuera una pulmonía.
Por supuesto, los políticos de oposición no se quedaron atrás. A los priistas y perredistas, viejos lobos duchos en el arte de canibalizar a sus rivales poco avispados, no dejó de gotearles el colmillo mientras se engolosinaban con el destace del secretario. Ninguno se molestó en reconocer públicamente que las buenas artes de Carstens consiguieron aplacar la debacle al menos un año.
Lo malo es que esta vez, sin bufón que le gane simpatías al PAN en el “círculo verde”, la campaña de ataques ha prendido entre los ciudadanos: las encuestas más recientes arrojan que el PRI arrasará en las elecciones para diputados (el PRD si acaso tendría su histórico 20% de los votos). Los panistas están en el peor de los escenarios: no sólo no saben cómo capotear a los medios, sino que cada vez están más distantes de la gente.
Desde el 6 de julio los panistas —encabezados por su presidente, Germán Martínez— buscarán justificaciones y no dudarán en endilgar la responsabilidad del fracaso a la mala fe de sus adversarios (dentro o fuera del partido), pero es casi seguro que ninguno reconocerá la causa profunda: salvo Fox —pese a lo esperpéntico de su interminable puesta en escena—, no hay ninguno que realmente sepa como “conectar” con la gente. Vamos, que les inspire nada.
Y tampoco les interesa aprender a hacerlo. Basta recordar, por ejemplo, los espectaculares, las mantas y playeras del diputado local del DF Alfredo Vinlay para “promocionar” su 2o informe de gobierno: aparecía con una pose de héroe mirando al horizonte que daba risa. Claro, suspiraba con ganar la candidatura a delegado en Benito Juárez. El punto es que en el PAN parecen convencidos que comunicarse con la gente es colgar mantas: ahí está el ex secretario particular de Calderón, César Nava, haciendo lo mismo para ganar una diputación federal por un distrito también en Benito Juárez (a estas alturas, se diría que es el único enclave que los panistas sienten seguro en el DF).
Con campañas y estrategias como esas por parte del PAN sólo queda una pregunta interesante: ¿alcanzarán los priistas esa cifra arribita del 42% que les permitirá tener la mayoría absoluta en la Cámara de diputados para chantajear a gusto al gobierno federal? Muero de curiosidad por escuchar las explicaciones que nos darán los panistas si eso sucede.
cronopio_mayor@hotmail.com

jueves, 8 de enero de 2009

El tsunami que viene

No será económico, sino mediático, y nos golpeará a todos los mexicanos por igual. En 2009, además de sortear los problemas económicos (son complejos, pero estamos muy lejos de las dramáticas situaciones de crisis pasadas, como la de 1995, y el gobierno federal empieza a tomar medidas que parecen sensatas), los mexicanos tendremos que soportar las fanfarronadas, mentiras y otras lindezas mediáticas perpetradas por los partidos políticos que, para promocionarse en este año electoral, nos asestarán en los primeros 6 meses gran parte de los spots de radio y televisión que les autoriza la ley electoral: ¡nomás 25 millones!
Sólo para dimensionar la barbaridad de tiempo que eso representa, si uno calcula a razón de 20 segundos por cada spot (la duración más usual de los anuncios comerciales), estamos hablando de 8,333,333 minutos. Si los anuncios de los partidos se transmitieran de manera consecutiva, sin parar, llegar al final de ese torrente propagandístico tomaría poco más de 138,888 horas, 5,787 días, 193 meses: algo así como 16 años. Imagínense la saturación que eso significa. ¡Carajo, ni siquiera al ser más amado le soportaríamos una verborrea parecida y este año la tendremos que sufrir nomás porque los partidos políticos así lo decidieron!
La cifra es desmesurada y su costo comercial dejaría en la ruina a cualquier empresa del mundo (además de que ninguna necesitaría tanta promoción), pero nuestra clase política no se preocupa por esas pequeñeces: al fin y al cabo, ellos mismos determinan el presupuesto que les corresponde recibir cada año y cuánto se gastarán en propaganda. Por eso, sin que les temblara la mano, en las reformas electorales que emprendieron apenas pasaditas las elecciones de 2006 torcieron las reglas para poder asignarse esa enormidad de tiempo que utilizarán, sobre todo, para torturarnos.
Lo peor de todo es que no será posible desmentirlos y poner en evidencia a través de los mismos medios las trapacerías, exageraciones y manipulaciones con que tratarán de ganar nuestra voluntad, pues ya se sabe que se “blindaron” contra las críticas con el alegato de evitar las “campañas sucias”. Así que los “suspirantes” de todos los pelajes podrán autoelogiarse hasta la náusea sin que nadie los contradiga y aun personajes de tenebrosa reputación o evidente rapiña (abundan en todos los partidos) podrán presentarse como ciudadanos virtuosos (aunque todos sepamos que distan mucho de serlo), dispuestos a salvar a México de las asechanzas de “la derecha”, del populismo de “la izquierda” o bien, presumir que ellos sí supieron cómo hacerlo durante 71 años para acto seguido reclamar su vuelta a las curules o las gubernaturas, según el caso.
Y como el órgano regulador de las campañas, el IFE, quedó castrado en 2007, los ciudadanos no tendremos sino que acostumbrarnos a que el hígado se nos haga paté a fuerza de escuchar las sandeces sin tasa del tsunami de spots que se nos viene encima, aprender cómo poner oídos sordos y ojos ciegos a la propaganda o bien, desarrollar la habilidad de cambiar en automático de estación o de canal apenas escuchemos los primeros milisegundos de autoelogio del aspirante a delegado, diputado o gobernador con cuyos efluvios mediáticos tengamos la mala suerte de cruzarnos.
Y todo porque el IFE quedó sujeto a los caprichos de sus verdaderos patrones —adivinaron, los partidos políticos—, que inclusive tienen la desfachatez de hacerse condonar por ese organismo las multas por probadas violaciones a las leyes electorales o bien, inventar faltas retroactivas para “raspar” a los adversarios, como en el caso de la “propaganda negra” de los empresarios contra Rayito López, acto que no era delito en 2006 pero de todas formas le costó una sanción al PAN.
Claro, siempre se puede internar no prestar atención a los mensajes de los partidos, lo que tiene una leve, tal vez relativa desventaja: casi siempre los gobiernos (inclusive el más malo) pueden presumir de algunos logros legítimos (aunque sean muy escasos), pero su difusión en medio del torrente de propaganda engañosa los desvirtuará y hará parecer parte de la melcochosa e insufrible campaña que se nos avecina para convencernos de votar por uno u otro candidato.
Si uno lo piensa bien, llegamos a esta pavorosa situación porque los ciudadanos fuimos víctimas de una estafa cometida en nombre de nuestro bienestar: luego de que a los mexicanos invertimos largo tiempo, un esfuerzo sostenido y muchos miles de millones de pesos para construir un sistema electoral confiable, a prueba de los tradicionales fraudes que los “mapaches” y “alquimistas” del PRI perpetraron durante de tantos años, los partidos emprendieron una especie de pirueta legal para desmontar los controles que la sociedad había exigido y logrado imponer.
Así, en un acto ilusionismo legal que imaginaron de alta escuela aunque fue de factura muy burda, nuestros diputados y senadores trataron de vendernos la especie de que el nuevo código electoral es un tónico para la democracia cuando en realidad sólo se acomodaron las leyes a modo para volver a la impunidad de antaño, cuando el PRI decía lo que le venía en gana sin que nadie pudiera pedirle cuentas. Sólo que esta vez la impunidad no será monopolizada por el PRI, sino que los candidatos del PAN y el PRD también ejercerán su cuota.
Y claro, los de los partidos rémora (PVEM, PSD, PT, PANAL y Convergencia) no se quedarán atrás: cada uno intentará, en la medida de su ingenio, aprovechar la tajada mediática que les toca para exhibirse como nuevos Mesías llegados de quién sabe dónde para salvarnos de las situaciones que ellos mismos han creado. Todos ellos se pasarán por el forro los valores que dicen defender: el amor a México, la honestidad, la rectitud y otras más que sólo conocen de oídas, porque si alguna vez se toparon con ellas ya se les olvidó.
Y no sólo están los spots, sino las marrullerías de políticos como el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, que para evadir los candados que los partidos de oposición trataron de imponer a la promoción de los gobernantes en funciones decidió convertirse en cocinero de galletitas en un programa de revisa matutino. O bien el gobernador de Guanajuato, Juan Manuel Olivo, cuyo descaro para tornar en actos de promoción partidista los eventos públicos donde se presentan los logros de los programas sociales (hasta el piso de las canchas de basquetbol pinta con los colores de su partido, azul, blanco y naranja) ha llegado a tal grado que inclusive el secretario de Desarrollo Social, Ernesto Cordero, lo reprobó en público. O el inefable gobernador mexiquense Enrique Peña Nieto, quien se da maña para salir en televisión un día sí y otro también, con aires de figurín de telenovela y a veces en episodios supuestamente espontáneos pero tan armados que dan risa, como el que protagonizó en la pasada final de futbol —cuando el Toluca venció al Cruz Azul—, cuando al salir del estadio tuvo un encuentro con cientos de seguidores suyos que “casualmente” pasaban por ahí y con quienes accedió a tomarse la foto que, claro, se publicó en todos lados y le sirvió para pavonearse como si él mismo hubiera metido los goles.
Y tanto bombo político se irá incrementando conforme se acerque el 5 de julio, cuando deberemos plantarnos ante la urna para elegir a nuestro delegado, a nuestro diputado o a nuestro gobernador. Para entonces, lo más probable es que el tsunami de propaganda sólo haya servido para que votemos con una cosa en mente: que se acaben de una buena vez las campañas y podamos respirar tranquilos de nuevo, libres de spots nauseabundos. Aunque sea por unas horas, porque seguro a los políticos les quedará una reservita de tiempo que no dudarán en utilizar para asestarnos el resto del año los anuncios de sus virtudes. Como si de veras nos los creyéramos.