Como todas las catástrofes que azotan a la Ciudad de México, la epidemia de influenza porcina sacó lo peor y lo mejor de quienes vivimos en la agobiada capital del país. Digo que sacó lo mejor porque, como ocurre muy raras veces, la mayoría de la gente se avino a seguir sin reparos las recomendaciones dictadas por las autoridades sanitarias para frenar la propagación del virus. Eso resulta notable en una ciudad donde todo el mundo suele ignorar las normas de convivencia social y hacer lo que le venga en gana, aunque fastidie a los demás.
A los chilangos nos resulta normal lidiar con quienes estacionan sus coches sobre las banquetas y nos obligan a descender al arroyo. Tampoco es raro toparnos con personas que riegan sus jardines o lavan sus coches a manguerazos en mitad de la sequías periódicas a las que nos empieza a acostumbrar la Comisión Nacional del Agua mientras parchan la tubería del sistema Cutzamala (en tanto, alrededor de la mitad del líquido se pierde por fugas que le correspondería reparar al gobierno de Marcelo Ebrard, más interesado en lucirse en sus peleas cíclicas con el titular de Conagua, José Luis Luege, que en poner en serio manos a la obra y resolver el problema de una vez, no de a poquitos, como los gobiernos capitalinos priistas y perredistas vienen haciendo desde hace décadas).
En los días pasados actitudes negativas como esas estuvieron más bien ausentes y en cambio se dejó ver en la ciudad el afán de cooperar y protegernos entre todos con medidas sencillas, como utilizar un tapabocas. También hubo la disposición de acatar instrucciones incómodas, como cerrar antros, bares, restaurantes y otros locales públicos y cancelar eventos masivos. Pese a lo exagerado que parecen a primera vista, las órdenes fueron recibidas sin aspavientos por casi toda la gente, que no protestó ni siquiera cuando Ebrard (actuando en coordinación con la Secretaría de Salud federal) se atrevió a meterse con una de las cosas más sagradas en México, el futbol, y se anunció que los juegos serían a puerta cerrada, sin público en los estadios. Los aficionados se conformaron con seguir los partidos desde sus casas.
Lo triste es que en medio de la emergencia también afloraron algunos de los peores rasgos que nos caracterizan a los mexicanos. Y para darse cuenta de ello bastaba con revisar los principales diarios o noticiarios del país y encontrarse con barbaridades como la emitida por el senador priista Pedro Joaquín Coldwell (entre otros), quien se dedicó a criticar a la Secretaría de Salud por no haber actuado a tiempo y puso en duda los esfuerzos del gobierno para contener la crisis sanitaria.
Poco le importó que las medidas adoptadas por el gobierno federal (panista) y secundadas, en primera instancia, por los gobiernos del DF (perredista) y del estado de México (priista), contaran con el reconocimiento de la Organización Mundial de la Salud por lo oportunas y bien instrumentadas. Tampoco tomó en cuenta que su crítica principal —la lentitud en la respuesta— quedara plenamente refutada por tratarse de un virus nuevo, para que el que no existían protocolos de detección e identificación.
Lo peor fue que hubo muchos ciudadanos dispuestos a creer las peores idioteces y a propalar rumores sin base. Para comprobarlo era suficiente con navegar por los foros de opinión de un par de los diarios más leídos en el país (uno de “izquierda” y otro de “derecha”), donde se leían comentarios rebosantes de mala leche, que no tiene color ni ideología, sino la base, común para todos los credos, de la falta de información y el afán de sembrar discordia. Por frustración o por mera estupidez.
Así, al lado de notas escritas por gente que sostenía que el virus de la influenza porcina había sido diseñado en una universidad norteamericana porque contiene ADN de aves, cerdos y humanos (en los libros de biología para preparatoria se explica que los virus evolucionan al combinar su material genético con el de sus víctimas), había comentarios que sostenían que los muertos eran centenares o miles y que Felipe Calderón y sus secretarios, en particular José Ángel Córdova (salud) se aferraban a ocultar las cifras para no “quemarse” y no perder votos en las elecciones del próximo julio. También hubo, por supuesto, los que atribuyeron la epidemia a un compló para distraer al “pueblo bueno” de las aviesas intenciones del “Estado malo” que se aprestaba a engañarlo una vez más y mantenerlo sometido.
Ni siquiera faltó algún colega que se puso a pontificar y aseguró que todas las medidas dictadas por Calderón, Ebrard y Peña Nieto estaban encaminadas en realidad a imponer un Estado totalitario y restar libertades a los ciudadanos. Lo sorprendente fue que uno de sus lectores se atrevió a cuestionar sus planteamientos y recibió, como si fuera pamba en la primaria, una lluvia de descalificaciones de otros lectores, que reaccionaron peor que si les hubieran mentado la madre.
Para esos lectores era casi una verdad divina que la emergencia sanitaria era un montaje político-electoral y cualquier evidencia en contra constituía prueba de un nuevo complot —sí, otro más— puesto en escena, claro, por los mismos que según ellos le arrebataron la presidencia del país a su adorado “Rayito”, quien por cierto ni pío dijo sobre la epidemia y más bien se dedicó a continuar sus diatribas contra la “privatización” de Pemex. Lo de la influenza, supongo que habrá pensado, fue un invento del “espurio” y por eso no concernía a su “gobierno legítimo” ocuparse del tema.
No es preocupante, en mi opinión, que en cualquier circunstancia haya gente dispuesta a poner en duda cuanto venga de un gobierno que no les gusta o en el que no confían, allá ellos con sus fobias y paranoias, que son muy libres de tenerlas. Lo alarmante es la poca aptitud que demuestran para analizar y entender información compleja antes de emitir una opinión o tomar una decisión. Si los comunicados gubernamentales les parecían poco fiables, con unos cuantos teclazos y un par de clics podían acceder al sitio de la OMS e informarse sobre la emergencia sanitaria en México.
Claro, se me olvidaba que para ellos ese organismo internacional, dependiente de la ONU, seguramente era parte del compló y, en una de esas, el lugar de donde partió la orden a Calderón de “montar” una epidemia para ganar votos.
Lo grave en verdad es que esa proclividad a ver conjuras en todos lados nos la inoculan (sí, como un virus) desde la infancia, en la primaria, cuando nos enseñan que todas las desgracias de México se deben siempre a una alianza entre mexicanos muy malos que, en casos extremos, recurren a extranjeros muy perversos que codician nuestras riquezas. Como Cortés y sus tropas, esos malvados fuereños que se aliaron con los chicos “malos” locales (los tlaxcaltecas) para destruir al imperio “bueno” de los mexicas (que, por otra parte, habían sojuzgado por las armas a todos sus vasallos). O como los particulares que quieren hacer negocio a costa de los pobrecitos mexicanos: no faltaron, por supuesto, acusaciones de lucro contra los laboratorios internacionales por vendernos cientos de miles de dosis de vacunas y antivirales en vez de regalárnoslas, a nosotros que tanto hemos sufrido y estábamos en riesgo de ponernos enfermitos.
Pese a esa tendencia a ver basura en todos lados que aqueja a un importante sector de la población, la respuesta de la mayoría de los mexicanos y sus instituciones ante la epidemia puso en relieve que distamos mucho de tener un Estado fallido (como les ha dado por propalar últimamente a los opositores al gobierno) y que dadas las circunstancias precisas, políticos de todos los colores pueden actuar hombro con hombro con los ciudadanos para resolver las emergencias. Lástima que una vez pasada la alerta sanitaria, en vez de trabajar juntos para solucionar problemas como la inseguridad y la mala calidad educativa, ciudadanos y partidos políticos seguramente volveremos a lo de siempre: echarle al gobierno la culpa de todo, hasta de las enfermedades desconocidas que nos depara el destino.
A los chilangos nos resulta normal lidiar con quienes estacionan sus coches sobre las banquetas y nos obligan a descender al arroyo. Tampoco es raro toparnos con personas que riegan sus jardines o lavan sus coches a manguerazos en mitad de la sequías periódicas a las que nos empieza a acostumbrar la Comisión Nacional del Agua mientras parchan la tubería del sistema Cutzamala (en tanto, alrededor de la mitad del líquido se pierde por fugas que le correspondería reparar al gobierno de Marcelo Ebrard, más interesado en lucirse en sus peleas cíclicas con el titular de Conagua, José Luis Luege, que en poner en serio manos a la obra y resolver el problema de una vez, no de a poquitos, como los gobiernos capitalinos priistas y perredistas vienen haciendo desde hace décadas).
En los días pasados actitudes negativas como esas estuvieron más bien ausentes y en cambio se dejó ver en la ciudad el afán de cooperar y protegernos entre todos con medidas sencillas, como utilizar un tapabocas. También hubo la disposición de acatar instrucciones incómodas, como cerrar antros, bares, restaurantes y otros locales públicos y cancelar eventos masivos. Pese a lo exagerado que parecen a primera vista, las órdenes fueron recibidas sin aspavientos por casi toda la gente, que no protestó ni siquiera cuando Ebrard (actuando en coordinación con la Secretaría de Salud federal) se atrevió a meterse con una de las cosas más sagradas en México, el futbol, y se anunció que los juegos serían a puerta cerrada, sin público en los estadios. Los aficionados se conformaron con seguir los partidos desde sus casas.
Lo triste es que en medio de la emergencia también afloraron algunos de los peores rasgos que nos caracterizan a los mexicanos. Y para darse cuenta de ello bastaba con revisar los principales diarios o noticiarios del país y encontrarse con barbaridades como la emitida por el senador priista Pedro Joaquín Coldwell (entre otros), quien se dedicó a criticar a la Secretaría de Salud por no haber actuado a tiempo y puso en duda los esfuerzos del gobierno para contener la crisis sanitaria.
Poco le importó que las medidas adoptadas por el gobierno federal (panista) y secundadas, en primera instancia, por los gobiernos del DF (perredista) y del estado de México (priista), contaran con el reconocimiento de la Organización Mundial de la Salud por lo oportunas y bien instrumentadas. Tampoco tomó en cuenta que su crítica principal —la lentitud en la respuesta— quedara plenamente refutada por tratarse de un virus nuevo, para que el que no existían protocolos de detección e identificación.
Lo peor fue que hubo muchos ciudadanos dispuestos a creer las peores idioteces y a propalar rumores sin base. Para comprobarlo era suficiente con navegar por los foros de opinión de un par de los diarios más leídos en el país (uno de “izquierda” y otro de “derecha”), donde se leían comentarios rebosantes de mala leche, que no tiene color ni ideología, sino la base, común para todos los credos, de la falta de información y el afán de sembrar discordia. Por frustración o por mera estupidez.
Así, al lado de notas escritas por gente que sostenía que el virus de la influenza porcina había sido diseñado en una universidad norteamericana porque contiene ADN de aves, cerdos y humanos (en los libros de biología para preparatoria se explica que los virus evolucionan al combinar su material genético con el de sus víctimas), había comentarios que sostenían que los muertos eran centenares o miles y que Felipe Calderón y sus secretarios, en particular José Ángel Córdova (salud) se aferraban a ocultar las cifras para no “quemarse” y no perder votos en las elecciones del próximo julio. También hubo, por supuesto, los que atribuyeron la epidemia a un compló para distraer al “pueblo bueno” de las aviesas intenciones del “Estado malo” que se aprestaba a engañarlo una vez más y mantenerlo sometido.
Ni siquiera faltó algún colega que se puso a pontificar y aseguró que todas las medidas dictadas por Calderón, Ebrard y Peña Nieto estaban encaminadas en realidad a imponer un Estado totalitario y restar libertades a los ciudadanos. Lo sorprendente fue que uno de sus lectores se atrevió a cuestionar sus planteamientos y recibió, como si fuera pamba en la primaria, una lluvia de descalificaciones de otros lectores, que reaccionaron peor que si les hubieran mentado la madre.
Para esos lectores era casi una verdad divina que la emergencia sanitaria era un montaje político-electoral y cualquier evidencia en contra constituía prueba de un nuevo complot —sí, otro más— puesto en escena, claro, por los mismos que según ellos le arrebataron la presidencia del país a su adorado “Rayito”, quien por cierto ni pío dijo sobre la epidemia y más bien se dedicó a continuar sus diatribas contra la “privatización” de Pemex. Lo de la influenza, supongo que habrá pensado, fue un invento del “espurio” y por eso no concernía a su “gobierno legítimo” ocuparse del tema.
No es preocupante, en mi opinión, que en cualquier circunstancia haya gente dispuesta a poner en duda cuanto venga de un gobierno que no les gusta o en el que no confían, allá ellos con sus fobias y paranoias, que son muy libres de tenerlas. Lo alarmante es la poca aptitud que demuestran para analizar y entender información compleja antes de emitir una opinión o tomar una decisión. Si los comunicados gubernamentales les parecían poco fiables, con unos cuantos teclazos y un par de clics podían acceder al sitio de la OMS e informarse sobre la emergencia sanitaria en México.
Claro, se me olvidaba que para ellos ese organismo internacional, dependiente de la ONU, seguramente era parte del compló y, en una de esas, el lugar de donde partió la orden a Calderón de “montar” una epidemia para ganar votos.
Lo grave en verdad es que esa proclividad a ver conjuras en todos lados nos la inoculan (sí, como un virus) desde la infancia, en la primaria, cuando nos enseñan que todas las desgracias de México se deben siempre a una alianza entre mexicanos muy malos que, en casos extremos, recurren a extranjeros muy perversos que codician nuestras riquezas. Como Cortés y sus tropas, esos malvados fuereños que se aliaron con los chicos “malos” locales (los tlaxcaltecas) para destruir al imperio “bueno” de los mexicas (que, por otra parte, habían sojuzgado por las armas a todos sus vasallos). O como los particulares que quieren hacer negocio a costa de los pobrecitos mexicanos: no faltaron, por supuesto, acusaciones de lucro contra los laboratorios internacionales por vendernos cientos de miles de dosis de vacunas y antivirales en vez de regalárnoslas, a nosotros que tanto hemos sufrido y estábamos en riesgo de ponernos enfermitos.
Pese a esa tendencia a ver basura en todos lados que aqueja a un importante sector de la población, la respuesta de la mayoría de los mexicanos y sus instituciones ante la epidemia puso en relieve que distamos mucho de tener un Estado fallido (como les ha dado por propalar últimamente a los opositores al gobierno) y que dadas las circunstancias precisas, políticos de todos los colores pueden actuar hombro con hombro con los ciudadanos para resolver las emergencias. Lástima que una vez pasada la alerta sanitaria, en vez de trabajar juntos para solucionar problemas como la inseguridad y la mala calidad educativa, ciudadanos y partidos políticos seguramente volveremos a lo de siempre: echarle al gobierno la culpa de todo, hasta de las enfermedades desconocidas que nos depara el destino.