miércoles, 26 de noviembre de 2008

Capital en movimiento (congelado)

El espectáculo asemeja cada vez más una de esas películas de desastres en las que todos tratan de huir al mismo tiempo y paralizan el tránsito. Sólo que la escena es real, ocurre cada vez con mayor frecuencia en la Ciudad de México y conduce a la proliferación de conductores que, si pudieran hacerlo, desmembrarían al de adelante pero se conforman con tocar el claxon hasta que se funde, insultarse entre sí o mentarle la madre en ausencia a las autoridades responsables de nuestra cotidiana catástrofe vial.
Y este año el caos no sólo se debe a las compras navideñas. Ni a los bloqueos y marchas como las que, con gran venalidad, armó en días pasados el señor “Rayito” López dizque para «defender la economía popular» y «romper el cerco informativo». O las que organizan los profesores enojados porque los ponen a trabajar (tal vez para estas fechas nos hayan dejado en paz: estarán de vacaciones, pagadas, por supuesto), convencidos de que el mejor chantaje posible para doblarle las manos al gobierno federal consiste en convertir a los capitalinos en fábricas estacionarias de paté (por aquello de que el hígado se nos deshace cada vez que nos quedamos atorados en un embotellamiento).
No: a esos baquetones que bloquean las calles hay que sumar que la ciudad está medio ahorcada por la construcción simultánea de alrededor de una treintena de obras viales de gran impacto. El Jefe de Gobierno Marcelo Ebrard asegura que hacerlas al mismo tiempo es deliberado y como gran justificación aduce que sirven para crear empleos (según él 22,000, aunque habría que contar cuántos obreros se la pasan jugando “cascaritas”, por ejemplo, en los carriles centrales de algunos tramos del Circuito Interior, ahora rebautizado “Bicentenario”, como todo en el país).
Es indudable que edificar infraestructura pública es un gran motor de la economía y ocupa a mucha gente que de otra manera se las vería muy duras, sobre todo ahora que la economía anda de capa caída. Lo que no se puede aceptar sin decir nada es el desastroso efecto que tantas calles cerradas tienen sobre los traslados de los chilangos, que ya nos vamos acostumbrando a llegar tarde a todos lados o a pasar cada vez más horas varados en el tránsito que no es tal, pues si estamos detenidos no se puede decir que nos desplacemos a ningún lado.
Investigadores de la UNAM y la UAM calculan que el tránsito lento en el DF dura hasta 13 horas al día e incluso la propia Secretaría del Medio Ambiente capitalina admite que la velocidad promedio de desplazamiento en la Ciudad de México es de apenas 21 kilómetros por hora. Por algo dicen que somos una urbe de 1a (velocidad, porque no se puede cambiar a 2a).
Y todo se debe a la falta de previsión. Pese a los argumentos que esgrime Ebrard, no hay manera de ocultar que hay mucho de improvisado en la ejecución de sus planes. Si alguien lo duda basta con pensar en los retrasos —a veces escandalosos— de muchas de las obras en cuestión. Uno de los ejemplos más evidentes es el distribuidor vial de Muyuguarda, al sur de la capital. Se supone que estaría listo a mediados de 2007 y apenas en la segunda quincena de noviembre ¡de 2008! estaban colocando las últimas trabes para completar los puentes. Es decir, un retraso de al menos 15 meses para medio acabarlos, pues todavía falta (o faltaba) asfaltarlos y equiparlos.
Otra muestra es la línea 2 del Metrobús, que corre de oriente a poniente sobre el eje vial 4 sur: debió terminarse en abril de 2008 y ahora, 8 meses después, aún batallan para concluirla. Eso sin mencionar con que la línea 1 jamás ha dejado de estar en obras, con el consiguiente caos en la Avenida de los Insurgentes y las calles que la cruzan.
Un detallito que Ebrard y su gente no gustan de ventilar en público es cuánto nos cuestan los retrasos: según una estimación hecha en agosto pasado por Juan Manuel Chaparro (presidente de Fomento Industrial del Sector Metal-Mecánico de la Canacintra), las dilaciones encarecen los proyectos hasta en 14%. Y no es poco dinero ese sobreprecio, pues esas obras cuestan miles de millones de pesos.
A Ebrard y sus muchachos tampoco les gusta hablar sobre las secuelas económicas que tanto desorden vial tiene sobre los capitalinos afectados: algunos comerciantes aseguran que sus ventas caen hasta en 60% cuando cierran las calles cercanas a sus negocios. Y eso por no mencionar que a mucha gente llegar tarde a su trabajo le cuesta dinero, porque se lo descuentan de su salario. O porque pierde ventas. O porque, para que no ocurra lo anterior, debe tomar taxi y pagar más por el recorrido, que a veces toma hasta el triple del tiempo normal.
Ebrard dice que cuando las obras estén terminadas mejorará el tránsito en la ciudad y los beneficios compensarán de sobra las molestias que nos causa su fiebre constructora, pero eso está por verse, pues hasta que no se inauguren las nuevas vías no sabremos si los constructores las entregaron de veras listas o habrá que hacerles innumerables adecuaciones sobre la marcha y tapar un montón de baches, como ocurrió hace unos años con el segundo piso del Periférico que construyó “Rayito” (y que, por cierto, seguimos sin saber cuánto costó).
Tampoco sabremos hasta entonces si estuvieron bien planeadas. Por lo pronto, hay malos augurios en algunos casos, como el de la línea 2 del Metrobús: empecinados en emular lo que hicieron en Insurgentes —donde los autobuses corren en los carriles del centro, es decir, los de la izquierda de cada vía (la avenida es de doble sentido)—, los funcionarios de obras del gobierno de Ebrard decidieron confinar uno de los carriles centrales del eje vial.
Tal vez no pensaron que, en cada estación, forzosamente el Metrobús ocupará 2 carriles: el de la propia estación y el del camión articulado. Es decir, el eje se convertirá en un rosario de embudos viales. Hay tramos (como el que entronca con la avenida Parque Lira, muy cerca de la residencia oficial de Los Pinos) en los que, de plano, los autos no tendrán espacio para circular cuando el Metrobús esté detenido en la estación, pues no hay sino 2 carriles. ¿A poco no es un maravilloso ejemplo de la brillantez de los ingenieros que escogieron y trazaron la ruta?
Si a errores de planeación como éste se añade que los policías de tránsito (ya no son “tamarindos” sino “pasteles verdes”, como algunos empiezan a llamarlos por la gorra fluorescente que usan ahora) no están capacitados para sus tareas y, con gran eficiencia, en cada esquina organizan un caos al desfasar los semáforos, el resultado es previsible: los embotellamientos seguirán. Y tantos automóviles atorados en las calles, acelerando cada pocos segundos para avanzar metro a metro y lanzando emisiones a la atmósfera (las más contaminantes se producen, justamente, cuando comienza a moverse el vehículo) anularán otra de las ventajas que Ebrard atribuye a sus obras viales: proteger la ecología de la ciudad. Y de paso, la salud de los capitalinos seguirá deteriorándose.
Supongo que, a pesar de todo, las obras podrán servir de algo. Aunque sólo funcionen por las mañanas o por las noches, cuando hay menos autos por la ciudad. Como sea: cuando nos veamos circulando de nuevo a vuelta de rueda y nos entretengamos en decidir si compramos el refresco, la empanada o el café que nos ofrecen los ambulantes que caminan entre los carriles de las que deberían ser vías rápidas (eso ocurre desde hace años sobre el Periférico y el Circuito Interior, por increíble que parezca), podremos recordar las promesas del Jefe de Gobierno con sólo leer el lema impreso, con un diseño gráfico muy bonito, en la placa del coche de adelante: “Capital en movimiento”. Ajá. Sólo que sea en movimiento congelado. Stop motion, le llaman en cine.
cronopio_mayor@hotmail.com

martes, 4 de noviembre de 2008

El circo multipistas del “señor López”

Respetuosamente y con gran sentido de la responsabilidad, el martes 28 de octubre nos mentó la madre a todos. Una vez más. Ese día los diputados aprobaron por fin una lánguida reforma petrolera y aunque las nuevas leyes coinciden en todo con las demandas de su movimiento político, Andrés Manuel López Obrador, alias “Rayito” (por aquello de que su candidatura era un “rayito de esperanza”) volvió a armar un desgarriate y prometió plantones, marchas y bloqueos para denunciar a los legisladores “vendepatrias” y traer al gobierno «con el mecate corto». En realidad, traernos a los capitalinos con el coraje entripado cada vez que llegamos tarde a algún sitio por culpa de las “adelitas” y sus épicos lances en “defensa de la nación”.
Esa noche Yarima, mi novia venezolana, me preguntó llena de azoro: —¿Cómo es que permiten que ese tipo haga lo que hace? ¿Los mexicanos no se dan cuenta de que Hugo Chávez empezó así y ahora tiene a Venezuela al borde del desastre y no hay para cuándo lo saquemos del poder? —me dijo.
Por supuesto, no era la primera vez que oía a alguien comparar al ex candidato presidencial perredista con Chávez, pero me llamó la atención que una venezolana que sólo ha estado en México unos cuantos días y vive a más de 3,500 kilómetros estuviera tan enterada de las andanzas del “señor López”, como lo motejó uno de sus panegiristas, el cineasta Luis Mandoki.
Suspiré, pensé que aquella iba a ser una larga conversación y di gracias por el invento de la telefonía por Internet, pues de otra manera pagaría una fortuna contándole por qué López goza de completa impunidad para cometer cuanto desmán le viene en gana. Pero no fue necesario que le explicara nada. Resulta que “Lolo” (“Loco López”, como tan acertadamente lo bautizó Luis González de Alba) es bien conocido en algunos círculos venezolanos, que siguieron con atención las elecciones de 2006 y llegaron a pensar que México se convertiría en un aliado estratégico de la “revolución bolivariana”, como gusta de calificar Chávez a su desaforada dictadura electa.
Cuando el señor López “tomó” Paseo de la Reforma, el asombro de los venezolanos antichavistas fue grande, pues veían que México se enfilaba, al parecer sin remedio, a una confrontación que resultaría en una polarización tan aguda como la que vive Venezuela desde que Chávez inició su campaña para llegar al poder.
Por azares de la ruta del turibús, Yarima pudo presenciar un mitin de los “defensores del petróleo” realizado el lunes 20 de octubre en el monumento a la Revolución: —Cuando escuché hablar a López Obrador me pareció estar de vuelta en Venezuela. Le decía a la gente lo mismito que Chávez a sus seguidores: que él y sólo él los podría salvar de las asechanzas del imperialismo que se aprovecha del pueblo para esclavizarlo y saquear la riqueza de Latinoamérica —me contó—. Su discurso estaba tan cargado de odio que me espantó, porque ya sé adónde lleva ese camino: a la división, a que nadie confíe en nadie. En mi país lo vivimos todos los días.
La tragedia para muchos venezolanos comenzó en 1992, cuando Chávez trató de orquestar un golpe de Estado. Falló y lo encarcelaron. Salió de prisión en 1994 por una amnistía, mandó al diablo a los partidos políticos tradicionales (tan desacreditados entonces en Venezuela como hoy lo están en México el PRI, el PAN y el PRD; los demás, seamos honestos —con valentía, eso sí—, no cuentan) y organizó el suyo, el Movimiento V República. Tal como el señor López armó el Frente Amplio Progresista (y ahora su Movimiento por la Defensa del Petróleo) después de perder las elecciones y mandar al demonio nuestras instituciones, aunque no dude un segundo en recibir de ellas dinero a trasmano, vía el “moche” que deben darle los legisladores perredistas.
Venezuela, me cuenta Yarima, puede servir de ejemplo a lo que habría ocurrido en México si López Obrador hubiera podido poner en marcha su “proyecto alternativo de nación”: —Chávez dice que su prioridad es combatir la miseria, pero uno ve cada día más pobres por las esquinas. La inseguridad es pavorosa y la infraestructura pública está para llorar: por ejemplo, las calles están llenas de huecos (baches) —me comenta—. No hay modo de saber cómo se gasta el dinero que recibe el país por el petróleo, ni cuánto se roban él y su gente, aunque debe ser un “pocotón” (mucho). El gobierno tiene sus “misiones” (programas asistencialistas), pero nada más se benefician los simpatizantes del Movimiento V República. Si no apoyas a Chávez, no te dan nada.
¿Alguna similitud con la gestión de López Obrador? Basta con revisar algunas cifras de su gobierno en el DF: entre 2001 y 2005 (año en que “Rayito” renunció para ser candidato presidencial) ocurrieron 7,000 secuestros en la ciudad, el doble de los que se presentaron en el periodo 1996-2000. En vez de repavimentar las calles, llenas de baches, se metió a construir obras como el Metrobús y el 2o piso del periférico, que estuvieron mal hechas (ya van 3 veces que se repavimentan algunos tramos del carril del Metrobús y, en el caso del periférico, los nuevos pisos funcionan muy bien salvo en horas pico, cuando se forman unos embudos espectaculares). Por supuesto, no sabemos cuánto nos costaron, pues López ordenó a la Asamblea Legislativa (controlada por el PRD) clasificar como reservada toda la información financiera.
De sus programas asistenciales se puede decir otro tanto: tan sólo entre 2000 y 2003 su gobierno otorgó 21,358 créditos para casas nuevas… 60% de los cuales fueron para organizaciones vinculadas al PRD, como el Frente Popular Francisco Villa.
—Asombra que haya gente que le cree a López Obrador el cuento de que es un redentor y que todo lo malo que pasa en el país es culpa de «la derecha», aunque sean evidentes sus errores y su falta de transparencia —reflexiona Yarima—. Ya está como Chávez, que de todo, hasta de sus equivocaciones, culpa a los «imperialistas».
Con esa estrategia Chávez se ha ganado el favor de los más resentidos y los más oportunistas, nacionales e internacionales, como muchos perredistas que suspiran por cruzar el “nacionalismo revolucionario” de estirpe priista con el “bolivarismo” de Chávez (el engendro resultante sería, creo, inenarrable). Y con la fuerza que le dan las masas encandiladas, Chávez marca el ritmo político de su país sin cortapisa alguno: —En 1998 nadie supo cómo pararlo y ya ves cómo nos va. En Venezuela tenemos la impresión de que en México les pasa lo mismo con López Obrador —me dice Yarima.
Y creo que no le falta razón. Desde el fallido desafuero de 2004 López marcó la agenda política en el país. En el último tramo del lenguaraz sexenio 2000-2006, Fox estaba obsesionado con lo que hiciera López, quien una y otra vez le comió el mandado; durante la campaña presidencial la estrategia del PAN iba sobre todo en función de contrarrestar la popularidad del perredista y no tanto en difundir las propuestas del candidato Calderón (¿alguien se acuerda de cómo iba a hacer para convertirse en el “presidente del empleo”? Yo no, y creo que nadie podría, pues nunca lo dijo).
Si bien Calderón ha tenido logros indiscutibles, su estrategia de comunicación es pésima. La última muestra es la reforma petrolera: en vez de conseguir que la discusión se centrara en las opciones disponibles para modernizar a Pemex y volverla eficiente aun cuando siga como paraestatal —justo el modelo que adoptaron en Brasil para Petrobras—, todo giró en torno a un inexistente intento de privatización. La iniciativa de Calderón no iba en ese sentido, pero bastó con que López lo gritara para que mucha gente lo creyera.
Claro, al presidente no le ayudó nada que la familia de su secretario consentido, Juan Camilo Mouriño (fallecido en un accidente aéreo el pasado 4 de noviembre), tuviera negocios con Pemex, que por más legales que sean resultan, en el imaginario fácil de la mayoría de los mexicanos, una prueba irrefutable de que Calderón se aprestaba a repartir el botín con sus amigos. Resultado: de la propuesta del presidente (o la del PRI) no quedó casi nada, aunque ahora el gobierno cacaree el huevo como si hubiera puesto uno de avestruz cuando no llega ni a ser de codorniz.
Pese a que en los hechos se hizo lo que él quiso, López nos volvió a escupir en la cara cuando decidió que no, que esa reforma no lo satisface, y prometió radicalizar su movimiento. Pienso que para él cada conflicto en México es como una nueva pista en un circo donde él se siente presentador, domador y fiera al mismo tiempo («Igualito que Chávez con su “Aló, presidente”», se estremece Yarima).
Y el público —según él— tiene la obligación de aplaudir incluso si los dueños del circo político de mil pistas en que se ha convertido México se niegan a venderle el negocio y decide incendiar la carpa (y los dueños somos cada uno de los ciudadanos que pagamos impuestos y respetamos la ley, no el “pueblo bueno”, mítico, aguantador y embriagado de priismo echeverrista que existe sólo en la mente enfermiza de “Rayito”). Con tal de salirse con la suya, a nuestro Mesías de andar por casa no le importa que a todos nos cargue el payasito. Y se trata de un payaso peor que el horroroso de las pesadillas que muchos tienen de niños. Es uno cuyo nombre todos conocemos, ese al que uno de sus admiradores bautizó como “El señor López”.

cronopio_mayor@hotmail.com

jueves, 30 de octubre de 2008

Divagaciones caribeñas

A casi todos nos sorprendió la crisis económica mundial que se desató hace pocas semanas. Como la mayoría de los mexicanos, fije mi atención en el valor del dólar, preocupado por la brusca devaluación del peso luego de varios años de estabilidad en los que nos habíamos acostumbrado a un deslizamiento pausado de nuestra moneda frente a la estadounidense, como si se tratara de un cierto intercambio, hecho con paciencia y salivita, entre un elefante y una hormiguita. Ahora pienso en cuán seguro me sentía de la estabilidad económica a finales de septiembre, cuando la paridad llegó a estar a menos de 10 pesos por un dólar y decidí vacacionar en una isla caribeña.
Las primeras señales de lo que vendría llegaron, pues, cuando estaba fuera del país y gastando en dólares. Aunque desde hace más de un año había síntomas de que Estados Unidos se enfilaba a una crisis económica desatada por el asunto de las hipotecas que muchos deudores dejaron de pagar cuando se dieron cuenta de que habían realizado un pésimo negocio, nadie tenía idea de qué tan profunda sería la debacle ni que, gracias a los encantos de la magia financiera sin fronteras y pocas restricciones, ahogaría al mundo entero en su espiral de locura.
«Ni modo, ya estoy aquí», pensé mientras guardaba las tarjetas de crédito en la caja de seguridad del hotel y ajustaba mi plan de actividades a lo que pudiera pagar con el efectivo en mi cartera. También me daba de santos porque había hecho en pesos los cargos del paquete y había decidido no postergar el viaje: una semana de diferencia y me habría tenido que conformar con mirar las ondas de las aguas verdosas del lago de Chapultepec en vez de las olas al romper en la playa del mar de azules múltiples en San Andrés, Colombia.
Claro, otra diferencia importante es que en vez de arrellanarme en una silla de playa (daiquiri en mano, por supuesto) para extasiarme mirando a las chicas en bikini, habría tenido frente a mí señoras más o menos fodongas enfundadas en pants y empeñadas en que sus hijos arrojaran pan a los patos, que suelen sumergirse de una manera mucho menos sexy que las bañistas cuando se dejan envolver por el Caribe.
Sólo interrumpía mi reposo a ratos para revisar el correo electrónico y enterarme de cómo marchaba la revista. Me interesaba sobre todo saber si Mariana había quedado conforme con mi parte del reportaje sobre la inseguridad en Colombia que pensábamos utilizar para la portada.
«¿Cómo se ven las cosas allá en Colombia?», me preguntó en la única llamada telefónica que le hice. «En la isla parece que no hay violencia. Está muy lejos de la parte continental del país y según me han dicho, aquí no hay guerrilleros ni narcotráfico a gran escala —le respondí—. El panorama se ve tranquilito, muy relajante. Sobre todo por los paisajes». «Ajá, seguro que por los paisajes». «En serio. ¿Por qué otra cosa iba a ser?» «Pues acá parece que nos cargará el payasito por la crisis, que ahora es el tema dominante. Ya cambiamos la portada y estamos trabajando a marchas forzadas para hacer el reportaje que te hubiera tocado investigar. Gasta tus dolaritos a gusto y disfruta mucho los bikinis, digo, los paisajes, ¿eh?»
Colgó con una risita irónica y yo decidí seguir su consejo. Volví a la playa para olvidarme del primer problema que de seguro iba a enfrentar cuando regresara a México: las tasas de las tarjetas se iban a disparar y de golpe le iba a pagar a los bancos mucho más dinero por concepto de intereses. Y todo gracias a trucos financieros tan complejos como estafas de alta escuela, diseñados en Wall Street y otros centros financieros por encorbatados soberbios que se sentían masters of the universe o amos del universo, como denominó Tom Wolfe a los corredores de bolsa y asesores bursátiles en su hilarante novela La hoguera de las vanidades. Y vaya que esas vanidades ahora arden y nos chamuscan a todos, empezando por esa legión de estadounidenses ninja (no income, no job, no assets: sin empleo, trabajo ni propiedades) que compraron, sin enganche y a plazos eternos, casas que ahora no pueden o de plano no quieren liquidar, simplemente porque no les conviene.
Pronto dejé de cavilar sobre la economía. Y es que ocurrió un encuentro, esta vez no planeado pero que es buen ejemplo de algunos amores modernos marcados por las devaluaciones, las distancias y las telecomunicaciones. De hecho, no volví a pensar en la crisis sino hasta que estaba por cenar a bordo del avión que tomé en Panamá para retornar a la Ciudad de México.
La primera vez que vi a Yarima fue justo en el aeropuerto de Panamá, de camino a San Andrés. Me atrajeron su cabellera rizada y su aire simpático. Traté de fisgonear el frente de su pasaporte para saber su nacionalidad (es venezolana), pero no logré distinguir el escudo. Días después me contó que ella trataba de fijarse en el título del libro que yo leía, pues le llamó la atención la portada. No cruzamos palabra. Volamos separados por varias filas de asientos y aunque volvimos a coincidir en la fila de migración —ella iba delante de mí— seguimos sin hablar. Sólo entablamos una breve charla cuando descubrimos que éramos clientes de la misma agencia de viajes local y que compartiríamos el taxi que nos llevaría a los hoteles.
Nos despedimos —lo confesamos después— con la vaga expectativa de vernos de nuevo. Y lo hicimos, sin cita de por medio, en un recorrido por los puntos más turísticos de la isla que tomamos juntos por obra de los itinerarios de la agencia. Éramos los únicos que viajábamos solos (el resto del grupo lo formaban parejas) y nos pareció muy natural acercarnos y conversar mientras nos tomábamos fotos en la cueva del pirata Morgan y bebíamos cocteles servidos en cocos al lado de un surtidor que no soplaba porque no había oleaje. Así nació un romance que, por azares del destino, pudimos continuar a las 2 semanas en México, pues ella se había inscrito a un congreso de dinámicas de grupo que tuvo lugar en Cuernavaca.
Ahora, mientras mantenemos viva la relación a fuerza de correos electrónicos y llamadas hechas mediante telefonía por Internet, hago planes para visitarla en Venezuela. Vuelvo a fijar mi atención en el precio del dólar y pienso que los gobiernos siempre dicen tener todo bajo control mientras nos abruman con medidas y regulaciones que muchas veces no sirven para nada. Ya lo reflexionaba en el vuelo de vuelta a México: como es costumbre desde hace 7 años —luego de los atentados terroristas que tumbaron las Torres Gemelas de Nueva York— en los controles del aeropuerto nos escudriñaron hasta el color de las amígdalas en busca de cualquier posible arma.
Una hora después del despegue inició el servicio de alimentos. Con cada charola de pollo ahulado venía un juego de cubiertos enfundado en una bolsita de plástico. «¿Por qué diablos —me pregunté al recibirlos—, si nos quitan hasta los cortaúñas para que no vayamos a sacarle los ojos al capitán y secuestrar el avión, nos dan tenedores y cuchillos de acero inoxidable?» Sospecho que los responsables de la seguridad de esa aerolínea son los mismos personajes que asesoraban a Alan Greenspan cuando se trataba de fijar normas de seguridad para el sistema financiero. Y así nos va a todos.
cronopio_mayor@hotmail.com

sábado, 25 de octubre de 2008

You can be the captain, I will draw the chart

La aventura inciada en la navegación pasada progresó como debía progresar: nos conocimos más y sí nos caímos bien. Y la relación dio frutos: una amistad incipiente. Y un gato negro al que bauticé Sauron, en referencia a otra de mis obsesiones: El señor de los anillos.
La esperanza murió de muerte tenística, es decir, súbita, a bote pronto, pero está bien. Ahora hay alguien que no es una esperanza, sino una realidad bien real, sólo que está como a 3,500 kilómetros de distancia: Yarima. Es venezolana y la conocí en una isla caribeña a la altura de Nicaragua. Ambos andábamos bien lejos del terruño y a los 2 nos sorprendió el encuentro. Como diría el Nano, alias Serrat, "De vez en cuando la vida, nos besa en la boca..." Y cuando, en el concierto "Serrat 100x100" del sábado 18 de octubre lo escuchamos cantar eso, acompañado sólo por el piano del talentoso Ricard Miralles, nos apretamos la mano (todo el concierto estuvimos, como dicen los peruanos, haciendo empanaditas) y nos miramos con una gran sonrisa... Y luego, bueno, la noche siguió maravillosa, con el ánimo de hacer camino al andar, abrazo a abrazo, beso a beso...
Ya hablaré en detalle sobre Yarima en otra navegación, ahora sí con carta bien trazada, pues aceptó cuando le dije aquello de "You can be the captain, I will draw the chart".
Ahora, a cruzar el farragoso mar de la distancia... sin dejar la sonrisa de medio lado, eso sí. Es indispensable para ir por la vida.

cronopio_mayor@hotmail.com

viernes, 3 de octubre de 2008

Encuentros planeados, amores modernos

Al inicio de la sesión nos mirábamos con curiosidad. Algunos evidenciaban cierto pánico inconfeso, tal vez por el temor de hacer el ridículo o sintiéndose ya presa de él por el mero hecho de haber acudido a una reunión para conocer mujeres en encuentros de unos cuantos minutos. No pude sino sonreír con ironía: yo, que tanto me burlaba de esas cosas, estaba ahí por voluntad propia, dispuesto a ver qué ocurría con lo que para mí era un experimento no desprovisto de gozo colmado de humor negro. Si las cosas salían mal, siempre podría dedicarme a hacer bromas sobre mi experiencia para exorcizar el lado más personal de lo que empezó como la curiosidad de escribir algo sobre las maneras modernas del ligue entre los de mi generación: solteros de 40 y tantos años, casi siempre con un historial amoroso que incluye una o más relaciones serias que fracasaron y dejaron tras de sí un residuo de insatisfacción y desencanto.
Y sí: me movía la curiosidad de saber qué se siente participar en esos juegos de adultos —no dejan de tener su lado lúdico y apreciarlo ayuda a sobrellevarlos mucho mejor— y escribir sobre ellos, claro. Pero también, por qué no, el deseo de que sirvieran para lo que fueron concebidos: encontrar alguna mujer interesante que se sintiera atraída por el manojo de obsesiones y manías que me han dejado un matrimonio de mediana duración, una relación libre muy prolongada y muchos años de ejercer el periodismo.
Mientras pensaba en todo esto y sonreía de medio lado, vigilaba la llegada de las mujeres. La mayoría se agrupaba a la entrada del salón mientras evaluaban, con cierta discreción no siempre evidente, a los varones que estábamos ahí, casi todos sumidos en el mutismo. Sólo uno —vestido con saco y una playera con cuello de tortuga e identificado, como los demás, con un gafete numerado y con su nombre de pila— intentaba conversar con los demás, pero cualquier intercambio languidecía de inmediato.
Por fin llegó el momento: la animadora nos avisó que iniciaba el evento. Cada uno tendríamos 7 minutos para conversar con alguien del sexo opuesto y anotar en una tarjeta el número de quien nos interesara. Después la agencia se encargaría de hacernos llegar los datos de contacto de aquellos con quienes hiciéramos “click”, es decir, que el interés fuera mutuo.
Las primeras charlas fluyeron con cierto nerviosismo: para la mayoría era nuestra primera vez y desconocíamos las reglas no escritas del ritual. La agencia nos había indicado que no se permitía el intercambio de números celulares o correos electrónicos —para eso están ellos y ahí reside su negocio— y nos había entregado una lista de preguntas sugeridas —a cual más tópica e inútil, en realidad: nadie las utilizó—, pero todos estábamos decididos a explorar el camino. ¿Cómo contar tu vida, o algún aspecto de ella que resulte interesante, en unos cuantos minutos? ¿Qué preguntar a quien tenemos enfrente? ¿Cómo atraer la atención de quien nos gusta? Son los mismos cuestionamientos de siempre en esto del ligue y la seducción, sólo que ahora había que planteárselos de manera sistemática y veloz, pues el plazo era implacable: cada 7 minutos sonaba una campana y la conversación debía interrumpirse, concluida o no, útil o no, sabrosa o atormentada, para pasar a la siguiente.
Ellas permanecían sentadas en mesitas numeradas mientras nosotros íbamos brincando de mesa en mesa, en una involuntaria metáfora de lo que se ha vuelto el afán de conseguir pareja para muchos solteros o divorciados (y para ellas también): breves encuentros, la mayor parte de las veces nonatos, destinados a fallar de la manera más miserable apenas iniciados. Sólo que esta vez era diferente: todos estábamos dispuestos a participar según las reglas del juego. Todos estábamos en posición de elegir y ser elegidos. Todos teníamos alguna posibilidad.
Conforme progresó la ronda aprendimos a sintetizar lo que nos interesaba poner en relieve de nuestras personas; también a elaborar las preguntas precisas para averiguar si había atracción más allá del primer vistazo. Hacia la mitad del evento (hubo 15 mujeres que conversaron con 13 hombres) comenzó a volverse evidente cuan agotador puede resultar hablar de uno mismo sin parar. Al menos yo estaba exhausto: repetir 8 o 9 veces los mismos datos resulta cansado, no importa cuántas variaciones se intenten y el intermedio no alcanza para reponer las fuerzas, acaso para fumar un cigarro y buscar un poco más de conversación.
Luego del último encuentro tuvimos un breve descanso antes de pasar a la cena. Para entonces muchos ya habíamos perfilado nuestras elecciones y tratábamos de entablar conversaciones más amplias. Algunos lo conseguimos sin duda, otros no lo sé. Yo descubrí a una mujer que me gustó y me intrigó sobremanera. Más allá de la intuición y las señales obvias que se dan de manera inconsciente entre quienes se atraen, no tenía manera de saber si el interés era recíproco: otras de las reglas son no fisgar las selecciones de los demás ni tratar de presionarlos o inducirlos de ninguna manera.
Pero el presentimiento era bueno: conversamos buena parte de la noche, en la sobremesa. Confirmé mi primera impresión: era de opiniones fuertes, independiente y con armas intelectuales. Además de guapa. Justo el tipo que me gusta y me atormenta.
Después de un rato la sobremesa se agotó y partimos, cada quien por su lado. Al lunes siguiente, por la tarde, tenía cierto nerviosismo al revisar el correo electrónico. Nada. No había respuesta de las promotoras del club. Luego ocurrió lo de siempre, lo que nos pasa a tantos en mi situación y que, justamente, nos deja de pronto algo aislados o enfrascados en el mismo círculo, sin conocer gente nueva: el trabajo me absorbió y me olvidé del mensaje.
Al día siguiente, como de costumbre, revisé mi buzón y de golpe congelé el movimiento del ratón cuando vi el correo: “Tus clicks”. Lo abrí, esperanzado. Había marcado a varias mujeres como candidatas y no tenía idea de cuántas me habían elegido. Me complació mucho (y no pude —ni quise— dejar de sonreír de medio lado) cuando entre las correspondencias vi el nombre que más me interesaba. Marqué su número celular con un temblor de manos idéntico al que tantas veces sufrí en la adolescencia. Tras el intercambio de saludos la invité a salir. Por azar la cita fue a media luz —el restaurante no tenía electricidad y, de nuevo, me viene la sonrisa cuando pienso en eso—. A estas alturas no sé de cierto qué ocurrirá, aunque por supuesto ya tengo una idea. Y una esperanza.
También tengo clara otra cosa: esos clubes funcionan. Y vale la pena despojarse de prejuicios y verlos como son: puntos de encuentro de personas de buen nivel —en todos los sentidos— sin tiempo u oportunidad de conocer gente afín. Supongo que el resultado final influirá en mi impresión a largo plazo —soy parte interesada, después de todo—, pero no dejo de recomendar la experiencia: se trata, al fin y al cabo, de otra expresión de nuestros tiempos ajetreados. Y más vale enfrentarlos sin titubeos, con buen talante y —sólo por si acaso— con una sonrisa de medio lado. Que siempre ayuda.
cronopio.mayor@gmail.com

domingo, 22 de junio de 2008

A la memoria de Julio Cortázar

Qué decir
cuando el sueño
se acaba
y no hay
más que cenizas de hojas,
astillas de tiempo
y resabios de horrores;
si el deseo sin tregua
se muere de hastío,
de pavor,
decoro
y de frío.
Qué decir
si la locura
abandona mi boca y tu boca,
y ya no la toco y
te alejas
y Maga, te busco,
te invento,
te evoco,
te planto en mi frente
y no llegas.
Qué decir
sino ese conjuro contra el silencio:
tu nombre,
Maga,
y entonces sí,
es entonces que me redimo
y te tengo,
y no hay cenizas,
locura,
ni tiempo.